Diego Velázquez ofreció su versión de la diosa Venus desnuda en Venus del espejo, el único desnudo femenino del pintor sevillano. El cuadro emerge como una rareza, una obra sensual y carnal dentro del panorama pictórico español de la época, caracterizado por el formalismo y los tonos oscuros que servían para ilustrar los motivos religiosos y los retratos de la aristocracia. Los entusiastas de la sensualidad de este cuadro suelen resaltar el especial atractivo de dos partes del cuerpo de la Venus velazqueña: su espalda y su nuca, el pelo recogido en un moño. No hay ninguna duda de que el cuadro es obra de Velázquez. Todo apunta a que fue pintado durante su segunda estancia en Roma (1649-1651), cuando el pintor se desprendió del rigorismo de la corte española y dio plena libertad a sus pinceles. Velázquez volvió de Italia a regañadientes en junio de 1651, tras ser reclamado reiteradamente por el monarca. En Roma, había pintado dos obras maestras, diferentes del resto de su producción española: la Venus del espejo y el Retrato de Inocencio X, sus mejores retratos de una mujer y de un hombre. Significativamente, la mujer es una Venus desnuda y el hombre, un Papa. Belleza y poder, algo que hace pensar en Napoleón y su hermana Paulina. Ingres y David retrataron el poder de Napoleón adornándolo con todos los atributos imperiales, casi como un dios de la Antigüedad. Paulina alcanzó la cota de poder que estaba a su alcance coleccionando amantes, enfureciendo a su hermano con su conducta y haciéndose retratar desnuda por Antonio Canova en la magnífica escultura que se conserva en la Borghese de Roma. Canova quería esculpirla vestida, Paulina exigió posar desnuda.
La Venus del espejo es la única obra erótica de Velázquez. Parece salida de un taller veneciano y difícilmente hubiera podido pintarse en Madrid. También es típicamente italiano su retrato de Inocencio X, que se conserva en el Palacio Doria Pamphili, de Roma. Quizá sea el mejor retrato de la historia, una visión sin concesiones de la tortuosa personalidad del Papa, a quien no desagradó verse retratado con total realismo. El cuadro demuestra cuánto perdió la historia del retrato al no poder Velázquez hacer gala de su maestría en la descripción de los abismos psicológicos de los retratados, obligado como estaba en España a no profundizar en el psiquismo de los personajes de la corte.
Pintar a la diosa Venus reflejándose en un espejo ofrecido por Cupido era muy arriesgado después de las versiones de Tiziano y Rubens. Tampoco procedía pintar una Venus frontal, yacente; ya lo habían hecho Giorgione y Tiziano. Velázquez mostró su genialidad al retratar a la diosa desnuda, pero de espaldas. El amorcillo le ofrece un espejo para que se contemple en él y admire su belleza. Pero el espejo no muestra el cuerpo de la diosa, sino una imagen borrosa de su rostro, desdibujada, de modo que toda la atención se concentra en el soberbio desnudo de espaldas, que no ha sido superado.
El lienzo sufrió un brutal ataque cuando una sufragista británica, Mary Richardson, lo rasgó con un hacha. Declaró que no le gustaba cómo los visitantes masculinos permanecían boquiabiertos ante el lienzo. Fue condenada a seis meses de cárcel, lo máximo que permitía la legislación británica en el caso de destrucción de obras de arte. Declaró que quiso destruir el cuerpo más bello de la historia del arte como protesta, porque el gobierno británico había maltratado a su compañera, también sufragista, Emmeline Pankhurst. Una agresión que era un acto de amor por parte de Slasher Mary, María la Acuchilladora, que se lanzó con un hacha contra uno de los más logrados iconos de la perfección del cuerpo femenino, un ataque frontal a la mirada del hombre.