«Mi memoria equidista de un espacio donde no estuve nunca: ya no me queda sitio sino tiempo»
Caballero Bonald
Mi infancia es el abrazo de mi abuela. Cuando me miro en el espejo, sobre todo en el de la casa de Coín, encima de la farmacia, el rectángulo me devuelve, como a los niños perdidos de Peter Pan, no la cara de un hombre de cuarenta y dos años, sino la del niño rubicundo que venía de la costa —mareado tras un trayecto que duraba para él y sus hermanos lo mismo que las travesías oceánicas de los conquistadores del siglo XVI— a ver a su abuela tres o cuatro veces al año, en una ceremonia afectiva que me daba fuerzas para enfrentarme a un mundo que todavía no he llegado a comprender del todo. Mi abuela me abrazaba en Navidad, en Semana Santa y durante el mes de agosto, y con eso he ido tirando todos estos años, con ese combustible de protección, al que recurro buscando en los bolsillos de la memoria la pata de conejo de su cariño. Mi infancia es el abrazo de mi abuela y es también, cómo no, la farmacia de mi padre, que él había heredado del suyo algunos años después de su muerte repentina. En aquellos días azules machadianos, yo me asomaba a esa botica con la curiosidad del que pretende encontrar allí un secreto que ya por entonces prometían los libros de aventuras, que me convirtieron en lector y a la postre en escritor. Era aquella una farmacia de los años 40 que, empero, no difería mucho de las farmacias decimonónicas, a la que mi abuelo había añadido, poco antes de morir en un hotel de Madrid, albarelos del que fue su suegro y del padre de este. Techos altísimos que por fortuna todavía se conservan, madera oscura, y un pasillo alargado y estrecho que desembocaba en el despacho de mi padre, donde casi siempre estaba trabajando en aquellas tardes del País de Nunca Jamás el querido contable de la farmacia, uno de los hombres más buenos que he conocido, quien fue, en la juventud, mancebo de mi abuelo.
Desde ese largo pasillo me gustaba asomarme al patio lleno de plantas —helechos, aspidistras, orejas de elefante, todo ello presidido por un inmenso limonero con piadas enloquecidas de pájaros que no se veían— con aspecto de jardín primigenio de la Creación, a través del cual veía a mi abuela leyendo el ABC con una concentración de opositora en su butaca sureña de Lucy Marsden, aquella última viuda de la Confederación americana que lo contaba todo como ella hacía, en un largo, alambicado e interminable monólogo que al final yo he ido aplicando a mi propia literatura. Mi abuela era para mí la última viuda de un mundo desaparecido lleno de farmacéuticos —nieta, hija, esposa, tía y madre de boticarios— en el que yo quería seguir viviendo, porque, como dijo Borges, «Oh, antepasado que mi voz no alcanza./ Para ti ni siquiera soy un eco;/ para mí soy un ansia y un arcano».
Hace tiempo oí decir a mi padre «Mi madre es en sí literatura», y ahora, muchos años después, cuando en las tardes interminables de trabajo salgo a lo que queda de su patio y espero que vengan volando, como los gorriones del limonero que ya no existe, los viejos tiempos, me doy cuenta de que sigo aquí en el pueblo y de que me hice farmacéutico por si ella me llama para que le compre una pata de cabra —el mejor dulce del mundo—, para contarme lo que le ocurrió a su padre en la guerra civil o simplemente para darme el abrazo que todavía siento.