Dolores vino hace unos días a la farmacia con su marido y entró directa a la consulta sin pedir permiso, como suele hacer. Venía a controlar su tensión; lo hace siempre que comienza a faltarle la crema adhesiva para su dentadura postiza, la que marca el ritmo de seguimiento de su presión arterial.
Dolores y su esposo llegaron a la ciudad provenientes de aquellos fenómenos migratorios de la década de 1960, que sacaron de su mundo rural a un millón de andaluces. Muchos de ellos fueron a parar a tierras catalanas o acabaron desperdigándose por Alemania y Europa Central, y otros tantos acabaron asentándose en la periferia de las grandes ciudades de su entorno más próximo. Como reza en su escudo, Andalucía por sí, por España y la humanidad. Menos para ella, para cualquiera.
Como siempre, la presión arterial está perfecta. Le entrego la crema adhesiva que le gusta y, antes de que nos despidamos hasta el mes que viene, es Dolores quien lo hace para siempre. Como otros años, regresa a su pueblo a pasar el verano, pero esta vez el viaje solo será de ida.
«Hemos puesto la casa en venta y ya han venido varias personas interesadas en comprarla. Quiero morirme en mi pueblo, que me entierren en el cementerio donde están mis padres y mis hermanas. Ahora todavía estoy bien de salud, y por eso me voy a ir antes de que tenga más achaques». Su marido aún vino unos días más, a recoger cajas de cartón de pañales de incontinencia donde guardar sus enseres. Toda una vida empaquetada en días, noches y supernoches. Que de todo habría.
María entra con su hijo llorando en la farmacia. Se siente muy mal, no sabe qué le está pasando. Su Alzheimer avanza cada vez más, pero aún recuerda que nuestra Unidad de Optimización de la Farmacoterapia le salvó por dos veces la vida. Ella no sabe qué sucedió entonces, pero yo sí. La primera vez tuvo una bradicardia gravísima motivada por la asociación de atenolol y la retención urinaria que padecía; y la segunda, un alargamiento del intervalo QT del electrocardiograma causado por la asociación de un antipsicótico y un antidepresivo tricíclico. Quizás algún recuerdo borroso la haya hecho regresar.
María está muy alterada. El Alzheimer, como lenta transición entre la vida y la muerte, con la estación intermedia de la no vida antes de la muerte, o la no muerte en vida, tiene esas cosas. Es un proceso de desconcierto en el que uno comienza a dejar de estar vivo sin haber muerto tal como nuestra sociedad entiende que es la muerte. Es un tiempo en el que los objetivos (o las posibilidades de la farmacoterapia, más bien) cambian y se transforman en unos cuidados paliativos neurológicos. Lo prioritario es evitar el sufrimiento del paciente, que no llore, que no llegue a ese estado de angustia y desolación como el que llevó a María a la farmacia.
La vida a través de una consulta, a través incluso de un mostrador. El privilegio de ser farmacéutico y acompañar la vida de los demás, de la gente de tu barrio. Aprender a envejecer con ellos, a anticipar lo que un día, si es que vivimos lo suficiente, nos sucederá a nosotros. Saber dónde quieres morir. Entender la vida como una novela circular, como un camino que al final nos lleva de regreso a casa, a esa casa de la que nada recordamos. A esa casa a la que volveremos dejando otros retazos de nuestra existencia.