Acabo de leer la noticia: ha muerto Lou Reed en su casa de Nueva York, la ciudad donde nació y a la que dedicó muchas de sus canciones. Su disco New York fue uno de los últimos vinilos que compré; después vendrían los CD, antes de que la música se volviera algo intangible que puede viajar del ordenador al teléfono, al equipo de música, a la tableta o al «radiocasete» del coche (es curioso que sigamos llamándolo así) sin una referencia física, una portada o un soporte con los que identificarla.

Los comentarios que vierten los lectores de los medios digitales me hacen recordar la imagen que me transmitía un amigo de los años en que Lou Reed caminaba por el lado salvaje de la vida: ayudado por dos personas para llegar hasta el micrófono, tuvieron que sentarlo en una silla de la que también se caía y, aun así, el público salió encantado del concierto. Claro que muchos de ellos iban tan «puestos» como él. Esto sucedía en España cuando yo era aún un adolescente que casi no había oído hablar de la Velvet Underground, del punk o el glam.
Después llegaron los ochenta con su movida madrileña, y también con la periférica de Vigo o Barcelona, con las radio fórmulas y las madrugadas de Radio 3, con la new wave y el Britt-pop, y también con el punk anglosajón de la década anterior que llegaba con retraso al gran público español.
Puse casi tanto empeño en empaparme de todo aquello como en asimilar lo que me explicaban en nuestra nueva facultad. ¿Qué tiene de extraño? Me pilló recién estrenada la mayoría de edad, fuera del entorno familiar y envuelto en el ambiente en continua ebullición de Salamanca. Allí fui con el bueno de Chema, que sabía de esto infinitamente más que yo, a ver a Radio Futura, a punto de sacar un nuevo disco con el que intentar hacer olvidar la «moda juvenil».
Aunque parezca mentira, Lou Reed murió a los setenta y un años. Como él mismo reconoció, que hubiera llegado a esa edad era un milagro que tenía que agradecer al progreso de la medicina. Y es que en sus canciones había más referencias a los estupefacientes que en una clase de Farma (don Luis, perdóneme la exageración). Afortunadamente, mi padre era incapaz de entender las letras de esas canciones que salían de mi habitación, y que él calificaba sistemáticamente como ruido.
¿Un mal ejemplo para la juventud? Desde luego no era bueno, pero creo que los equivocados son los que esperan y exigen que los cantantes, futbolistas o actores sean buenos ejemplos para sus hijos. Ese papel deberían jugarlo científicos, filósofos, sacerdotes y, desde luego, los padres. Y, por supuesto, a quien deberíamos exigírselo es a los políticos.
Recuerdo que, hace muchos años, escuchando Romeo had Juliette en un bar, una amiga me dijo: «pero si no canta». Y era cierto, recitaba más que cantaba. Y eso es lo que yo esperaba del gran Lou, que escribiera poemas desgarradores acompañados de músicas que recorrían el espectro que va de la melodía al metal, no que fuera un «ejemplo a seguir».
Acabo de escuchar su Sword of Damocles. La espada de Damocles que tenía sobre su cabeza ha caído, cuando ya hacía mucho que no jugaba a la ruleta rusa con «su esposa» la heroína, pero la muerte, a la que persiguió durante tantos años, siempre te acaba alcanzando. Descansa en paz, rock´n´roll animal.

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