Entre los hechos más relevantes experimentados por las ciencias sociales en los últimos años destaca sin duda el hecho de que la teoría económica –en especial en su vertiente neoclásica– haya conseguido tomar posiciones destacadas en las llamadas ciencias de la salud. Así, definida de manera muy sucinta como aquella rama del conocimiento que se ocupa de la conexión entre medicina y economía, podemos hablar hoy de la economía de la salud (en adelante ES) como una de las disciplinas de mayor relevancia en el mundo académico y en impacto social.
En cierto sentido, la vinculación entre economía y salud se explica, desde la vertiente teórica, por el hecho de que la ES sería una de las últimas ramas surgidas de la economía del bienestar fundada por Arthur Cécil Pigou1, quien desde principios del siglo XX sostuvo que el Estado debía intervenir en la economía para mejorar las condiciones de vida, ya que los mercados sufren «fallos» que impiden su funcionamiento eficiente, sin que los ciudadanos por sí solos puedan tomar individualmente las decisiones que más podrían beneficiarles.
Así, la ES tendría como objetivo suministrar elementos de análisis y valoración para la toma de decisiones tanto a los gobernantes como a los profesionales del sector, y para ello debería utilizar los criterios económicos básicos de eficiencia y equidad que rigen en economía en la asignación de recursos. Sin embargo, el proceso no ha sido tanto un proceso natural de ósmosis (como puede acontecer en el acercamiento entre otras disciplinas científicas), sino un conflicto en la fundamentación del propio paradigma, puesto que su aceptación difícilmente puede ser aplicada, sin tensiones, a las ciencias de la salud.
Si, como declaran los manuales de la disciplina, el verdadero fin de la ES es alcanzar el máximo nivel de salud para la población, habría que priorizar las necesidades vitales y la autonomía de las personas en la administración de los «recursos limitados existentes», y extenderlo a la directriz de la OMS de «salud en todas las políticas». Esto significa tanto un cambio de prioridades como de contenidos y valoraciones respecto a lo que actualmente rige en economía. En este sentido, la consideración de los fondos destinados a salud como «inversión» y no como «gasto», como normalmente sucede, podría ser ya un buen inicio.
De manera parecida, otro escollo importante a la hora de conjugar en armonía ciencias de la salud y economía tiene que ver con el papel determinante que otras «restricciones» desempeñan en ambas disciplinas. Por ejemplo, en la aplicación de la visión microeconómica a la salud, se quieren considerar como determinantes los precios (aunque sean de monopolio privado) y los costes empresariales, en tanto que no puede entenderse la ES (si nos atenemos a su derivación de la economía del bienestar) sin que atienda a los costes y beneficios sociales de su actuación. Y no se trata de una observación gratuita, puesto que, de lo contrario, se niegan los valores sociales implícitos de la salud, aplicando a la sanidad las características (más propias de la contabilidad de empresa que de la economía política) de cualquier otro sector económico.
A estas alturas disponemos ya de cierta visión histórica que nos permite valorar lo anteriormente expuesto con mayor perspectiva. Así, se puede leer en los manuales de ES que los motivos para su desarrollo en las últimas décadas se deben al crecimiento de los gastos sanitarios, tanto en volumen como en ritmo, en especial en los Estados Unidos, pero también a la universalización (cada vez más tensionada y menos cierta) del acceso de toda la población a la sanidad, en especial en los países europeos que adoptaron las políticas de bienestar a partir de la II Guerra Mundial, cuando diversos gobiernos comenzaron a tener una amplia participación en la provisión de servicios sanitarios: con ello se abre el debate político sobre los costes y beneficios sociales de un sector público de salud frente a un sector privado basado en los mecanismos de mercado o como asignador de recursos integrales del sistema de salud. Si a ambos extremos sumamos que los progresos en la atención sanitaria (en especial en la vertiente tecnológica y hospitalaria) han crecido en tanta o mayor proporción que sus costes, y que una de las normas de la economía globalizada se basa en el dogma de contención del gasto público, ya podemos entender por qué la irrupción del análisis económico en el mundo de la salud ha creado malestar y una larga serie de conflictos que se pueden resumir en el economicismo sanitario en una sociedad cada vez más medicalizada.
De esta forma la ES se fragmenta en dos ópticas contrapuestas. Si queremos ir más allá de la aplicación de principios básicos de gestión económica, por ejemplo, valorando la relación entre las condiciones de salud de una determinada población en relación con sus determinantes sociales y económicos, o la esperanza de vida con los niveles de renta de cada sector de la población, o el acceso a los servicios sanitarios en función del fragmento de clase al que se pertenece, debemos acudir a especialistas y textos que no son precisamente los más difundidos ni citados en las altas escuelas de negocios donde se imparten los posgrados o máster en ES. En estos institutos, en cambio, sí se priorizan los estudios sobre oferta y demanda en atención y cuidados de salud (el llamado «mercado de la salud»), la actuación sobre los «precios» y la creación de incentivos a los profesionales (en dar menos bajas y más altas médicas, por ejemplo). También se concede prioridad a los llamados «desincentivos» al «consumo» de los pacientes, por ejemplo, la imposición de copagos para las personas que necesitan utilizar el sistema y que equivalen, de hecho, a REpagos, evitando cualquier consideración sobre los desiguales efectos de su impacto entre los diferentes segmentos sociales. Sin embargo, una ES menos sesgada se ocuparía prioritaria y necesariamente de la distribución equitativa de los recursos de la salud entre los diferentes segmentos sociales.
Economía de la salud en perspectiva
Diversos estudios realizados desde el siglo XX por parte de distintos economistas coinciden en demostrar que una población que viva en las mejores condiciones de salud puede considerarse, de hecho, un impulso fundamental para el crecimiento económico. Y lo mismo puede aplicarse, de manera destacada, para la salud de las mujeres. Así, analizan los problemas de las epidemias que diezmaban la población de Europa y valoran en positivo que las autoridades públicas intervinieran para prevenir, diagnosticar y tratar cada vez más enfermedades, con lo que se conseguía aumentar la esperanza de vida de las personas y ponerlas en mejores condiciones para el trabajo físico e intelectual. De hecho, en Cataluña tenemos un ejemplo inmejorable con los registros de los médicos higienistas en el proceso de industrialización catalán2.
Aportaciones modernas destacadas las encontramos en la economía neoclásica, en el economista norteamericano Alfred Marshall por ejemplo, que relaciona salud con «fortaleza física, espiritual y moral» con la riqueza social, al tiempo que afirma que una buena administración de la riqueza material «aumenta la salud y la fortaleza física, espiritual y moral del género humano». Posteriormente, el también economista sueco, Gunnar Myrdal, argumentaba entre otras cuestiones que la inversión en salud ofrece grandes dividendos en lo que denomina «capital humano». Todos coinciden en que invertir en salud supone beneficios económicos por la disminución de la morbilidad y mortalidad de la población, y concluyen que los programas de salud deberían estar integrados en el desarrollo económico general. Por parte de los organismos internacionales, la estrecha relación entre economía y salud se abordó en la Conferencia Internacional sobre Atención Primaria efectuada en Alma-Ata en 1978, y unos años más tarde tanto la Organización Mundial de la Salud (OMS) como el Banco Mundial relacionaron las mejoras en salud con incrementos de productividad y desarrollo.
La OMS, en su 50 aniversario, recogió como una preocupación creciente la complejidad y altos costes de los servicios de salud, reconociendo el reto de perseguir la equidad en el acceso a éstos en un mundo cada vez más rico, pero con un mayor número de pobres, y en el que se cuestiona la financiación pública, a pesar de que es la única que asegura la sostenibilidad social y la disminución de las desigualdades.
Salud pública en tiempos de crisis
De entre las muchas referencias que podría aportar sobre el tema, prefiero citar a la Dra. Margaret Chan (2008), directora general de la OMS, en una intervención3 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en relación con el tema de la globalización y la salud. Chan afirmó que el sector de la salud no tenía ni voz ni voto cuando se formularon las políticas que han estado en el origen de la crisis económica, a pesar de que la salud estaba sufriendo la mayor parte de sus consecuencias, con la triste paradoja, entre otras, de una malnutrición endémica que afecta a bebés y niños atendidos por adultos, igualmente malnutridos pero con sobrepeso: la clave está en la manipulación en los precios, y en que los mismos alimentos baratos que engordan a los adultos dejan a los niños desprovistos de los nutrientes esenciales durante sus primeros años y causan daños irreversibles en su salud para el resto de sus vidas.
Chan citó el Informe anual sobre la salud en el mundo del 2008, donde se evalúa críticamente la manera de organizar, financiar y aplicar la atención de salud en los países ricos y pobres en todo el mundo, con sus fracasos y deficiencias traducidos en una situación sanitaria peligrosamente inestable y falta de equidad. Refirió que las diferencias de esperanza de vida entre los países más ricos y los más pobres superaban los 40 años, y que, de los 136 millones de mujeres que se estima dieron a luz aquel año, unos 58 millones no recibieron ningún tipo de asistencia médica durante el parto, con el consiguiente peligro para su vida y la de sus lactantes. Pero en cuanto a la ES se refiere, señaló que la fórmula de cubrir más de la mitad de todo el gasto sanitario con pagos directos por parte de 5.600 millones de habitantes de países de ingresos bajos y medios es muy ineficiente, ya que «cuando se ve obligada a pagar para recibir atención, la gente tiende a esperar hasta que el problema está tan avanzado que el tratamiento resulta difícil, si no imposible, y los costes son mucho mayores».
Así, la amarga paradoja de nuestro tiempo sería que, en un momento en que la comunidad internacional declara apoyar la salud como un determinante clave del progreso económico y una ruta a seguir para reducir la pobreza, los costes de la atención de salud, cuando los Estados no han asumido su gestión a través de un sistema progresivo de impuestos, hunden cada año a más de 100 millones de personas en la ruina, o por debajo del umbral de pobreza. En este sentido, la Comisión OMS sobre Determinantes Sociales de la Salud publicó su informe retando a los gobiernos a que hagan de la equidad un objetivo político explícito en todos los sectores, ya que son las decisiones políticas las que determinan en última instancia cómo se gestiona la economía, cómo se estructura la sociedad y si los grupos vulnerables y desvalidos reciben protección social.
Las diferencias en materia de resultados sanitarios no son una fatalidad, sino los marcadores del fracaso de las políticas.
La (mala) salud de la economía
Las ciencias de la salud están sufriendo un proceso de colonización, invadidas y parasitadas por aquel tipo de economía que –parafraseando a José Luis Sampedro– se dedica a que los ricos sean más ricos en lugar de que los pobres sean menos pobres. Y el proceso avanza con tanta rapidez que no nos da tiempo a reflexionar. Si lo hiciéramos, quizá sería más fuerte la sensación de que repetimos, con torpeza, la experiencia Argentina de los 90, y el drama-fraude de Grecia más reciente, y la voladura (espero que incontrolada, como lo fue la de Islandia) de Portugal. Y en lo que a la sanidad se refiere, el luctuoso proceso de privatizaciones del NHS inglés.
En la economía en especial es preciso recuperar con urgencia un punto sólido de orientación y apoyo, lejos de frivolidades como las de la ministra Ana Mato, que nos recomendaba «poner en valor lo que tiene mucho valor, porque no hay cosa que tenga más valor que una medicina que cura enfermedades...». Desde los tiempos de la Grecia estoica sabemos que a pesar de las múltiples definiciones de valor, el que interesa en economía como ciencia social es el que permite conectar con las necesidades, intereses y derechos de la persona.
El procedimiento que enfermó la economía es similar al que se contagia ahora a la ES: debilita o extirpa sus lazos con la población (que les dieron origen y sentido), barriendo todo vestigio visible de acción política entendida como acto consciente y colectivo que busca el bien común. Así, el funcionamiento de los mercados y de los procesos de producción, distribución y consumo parecerá responder a un automatismo en el que no se debe intervenir (a pesar de sus letales fracasos) siempre y cuando la privatización, las concesiones o los contratos aseguren beneficios privados con dinero público. El proceso de alienación acaba cuando los servicios de salud se aceptan como una mercancía más de las que los mercados ofrecen.
La economía «científica» del siglo XX desplazó a la población y a sus necesidades del centro de sus políticas, y engendró el homo economicus en el papel central. Este nuevo Frankestein de los think tanks neoliberales, sin historia ni lazos personales, solamente utiliza el mercado para la satisfacción de sus necesidades, y cuando actúa de votante (que no de ciudadano), prefiere un Estado lo más reducido posible para pagar menos impuestos. El homo economicus no sabe lo que es la solidaridad, ni le preocupan el medio ambiente ni las repercusiones sociales de sus actos. Encarna la deshumanización necesaria para que el pensamiento único de la teoría económica se acompañe de la «única» política económica posible (en estos momentos, la de la falsa «austeridad») y el «único» procedimiento adecuado para la formación de dichas políticas (una supuesta representación parlamentaria que hace aguas por todos sus poros mientras la troika y los lobbies económicos dictan las leyes).
Pero la realidad es muy tozuda, y cuando las personas llegaron a convencerse de que podían sobrevivir (que no convivir) bajo la horma de homo economicus, su desvarío les enferma. La alienación del engendro provoca, en especial en tiempos de crisis, problemas de salud mental. La creciente desigualdad que el modelo estimula hace rebrotar enfermedades que se creían erradicadas, e incluso surgen nuevas enfermedades (que en algunos casos ni siquiera se reconocen como tales) por los efectos más indeseados de un progreso anti-humano. Pero siempre puede surgir una solución más perversa: y así, la nueva propuesta consiste en convertir las ciencias de la salud en una fase más de la robótica y la ingeniería financiera. Los grandes hospitales, supertecnificados y a poder ser privatizados, son grandes consumidores de los presupuestos de la sanidad pública... y pueden esconder tanta corrupción como poco transparente sean sus procedimientos.
Por tanto, parece tarea urgente que se rescaten y custodien para las ciencias de la salud unos valores que pongan la equidad en primer término, y la ética y la vocación de servicio como normas insalvables. Tampoco es tan difícil porque en muchos casos las normas se proponen con carácter internacional y han sido aprobadas en diferentes organismos y asambleas mundiales. Por ejemplo, la declaración de Ginebra o el Código Internacional de Ética Médica, el Código Internacional de las Enfermeras, los Principios de Ética Médica aplicables a personal de la salud en la protección de personas presas, detenidas, contra la tortura y otros tratos o penas crueles inhumanos o denigrantes, el Código Internacional de Ética de la Investigación (Código de Nuremberg) y la Declaración de Helsinki (I y II).
Paralelamente, las conferencias y declaraciones que tratan de la salud a nivel mundial dan también luz sobre los valores que convendría no olvidar.
Desde Dempeus per la Salut Pública sentimos especial predilección por la declaración de la salud de los pueblos de Bangladesh del año 2000, que afirma que: «La salud es un tema social, económico, político y sobre todo es un derecho humano fundamental».
En este sentido, insistimos en estas líneas básicas de actuación:
1. La desmercantilización de la salud pública y la atención sanitaria, ya que entendemos que el sistema sanitario podrá ser público, pretendidamente mixto, o privado; pero la salud como tal siempre es pública.
2. Des-bio-medicalizar la salud proponiendo avances en la educación, prevención y atención de la salud integrando lo biológico, lo psicológico y lo social, y poniendo especial énfasis en las desigualdades causadas por los determinantes de salud. Potenciar la equidad en salud supone también construir una sociedad más justa.
3. Democratizar la salud pública y la atención sanitaria con la participación activa, cotidiana y constante de la población.
Bibliografía
Arthur Cécil Pigou: Sus primeras teorías al respecto se encuentran en Riqueza y bienestar (1912), que posteriormente desarrolló en Economía del bienestar (1920).
Quien mejor lo supo expresar fue el médico higienista Pedro Felipe Monlau con el trabajo Abajo las murallas!!! (1841). En una visión que contiene elementos de salud pública tal como hoy los podemos entender, explica las ventajas de derribar los seis kilómetros de murallas medievales que ahogaban en 2 millones de metros cuadrados una población que había pasado de 115.000 personas en 1802 a 187.000 en 1850. Donde las nuevas industrias disputaban el suelo en los cuarteles, los conventos y las iglesias, no quedaba espacio para las personas. Aun así, hay que esperar al Bienio Liberal, el estallido de la primera Huelga General en Cataluña de 1854 contra las «selfactinas», que duró 9 días, y los estragos de una epidemia de cólera que mató a 9.000 personas, para que finalmente se empezaran a derribar las murallas.