Hay un dicho italiano que reza lo siguiente: «O si cambia, o tutto si ripete» y cuya traducción, por obvia, no es necesario poner aquí. Pues bien, se ha acabado 2020, el año maldito, el año de las mascarillas y la ausencia de abrazos, de las polémicas estériles, de los golpes en el pecho, de los aplausos y los reproches. El año del que decían que íbamos a salir mejores (tierna inocencia). El año que cambiaría nuestra forma de ser y actuar (¿en serio?). Y llegamos, por fin, al año de la ansiada vacuna y, ojalá, de la lenta vuelta a una cierta normalidad (nueva o vieja, da igual).
No es ninguna novedad la precaria situación en la que se encuentra la farmacia rural a día de hoy y la cantidad de mensajes negativos que continuamente leemos sobre su viabilidad. Desde SEFAR llevamos años alertando sobre su continuo deterioro y la ausencia de medidas que palíen esta situación. Y sí: es cierto que, con los datos en la mano, el futuro de estas pequeñas farmacias no es nada halagüeño, pero no quiero que este artículo de opinión verse sobre las penalidades de la botica rural sino sobre las posibles soluciones.
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