A Paula le colocaron una prótesis en la rodilla derecha hace quince años, y aún espera la llamada del cirujano para la izquierda. La operaron de cataratas en su ojo derecho hace cuatro años, y todavía aguarda el aviso del oftalmólogo para el izquierdo. Sin embargo, su anhelo más importante, su razón de existir, su ilusión, lo que la partió por la mitad, no tiene que ver con el dolor de sus rodillas. Tampoco con su vista cansada, aunque esté cansada de esperar y quiera ver. ¿Y a quién quiere ver? A Pablo.

Si pudiera ver a Pablo, no habría prótesis que la hiciera correr más deprisa hacia él, ni lágrima que no pudiera salir de sus ojos resecos por años de llanto. Si pudiera ver a Pablo, sería la mujer más dichosa del mundo, la más feliz. Si pudiera acariciar su cara, la piel de un hombre de cuarenta y ocho años y labio leporino, daría por buenas todas las desdichas que la vida le puso por delante, de las que, sin duda, y a pesar de la dureza de tantos momentos de su existencia, la pérdida de su cuarto hijo fue la peor.

Paula rompió aguas un 17 de octubre de 1970, un mes antes de lo previsto, y acudió al hospital al que otras familias humildes llamaban «la Casa de la Muerte», porque allí muchos niños desaparecían una vez salidos de los vientres de sus madres, declarados oficialmente muertos y enterrados a toda prisa en ataúdes vacíos con la complicidad de unos señores con carrera y unas servidoras inciertas de una fe sin caridad, que por su cuenta decidían que era mejor arrancar a esos niños de sus madres y entregarlos, previo pago, por supuesto, a otras familias pudientes que los criasen como a los hijos que no pudieron tener.

Durante su embarazo, tuvo la premonición de que algo así iba a ocurrirle, como les había ocurrido a otras mujeres pobres de su barrio. Las sospechas comenzaron a hacerse realidad al llegar al hospital aquel 17 de octubre, cuando en lugar de hacerle un ingreso oficial la hicieron subir por el montacargas, el maldito montacargas del que con tanto horror había oído hablar. Paula parió en un desván del hospital, entre muebles desvencijados y apilados, entre nidos abandonados de vencejos y golondrinas. Sólo pudo escuchar el llanto de su hijo antes de caer dormida por una sedación que, en lugar de preparar el parto, la sumió en la inconsciencia después. Cuando ya todo era inútil, cuando ya nada se podía hacer. Ni siquiera le permitieron asistir al apresurado entierro, al que sólo acudió su suegro, panadero, por parte de la familia. Él fue quien comprobó, gracias a la experiencia de su profesión, que el ataúd no pesaba, que estaba vacío.

Paula vino un día extraño a la farmacia. Extraño porque vivía en la otra punta de la ciudad, extraño porque ella fue capaz de contar su historia a un desconocido como yo, al que había visto por primera vez. Una historia en la que la desaparición de Pablo es lo más doloroso para ella, pero que está plagada de dolor y heroísmo, los de una mujer luchadora que afrontó mil y una dificultades en su vida y que fue capaz de darles un porvenir a sus siete hijos restantes, alguno de ellos hasta profesor universitario, y que sigue viviendo con la esperanza de encontrar a su niño de cuarenta y ocho años con una discreta cicatriz en el labio.

Hoy, aquella Casa de la Muerte es la sede del parlamento regional, la sede que simboliza el poder elegido por los ciudadanos, todo un correlato acerca de la necesidad de hacer justicia a los más desfavorecidos de este país.

Ojalá podáis ayudarnos a encontrar a Pablo. Cuarenta y ocho años, labio leporino. Pablo, tu madre te adora, nunca te entregó. Tu desaparición le partió la vida en dos. Como lo hizo con sus rodillas... y con su vista.

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