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  • Alta mortalidad infantil

Las revistas con una periodicidad como la de El Farmacéutico tienen la ventaja de que puedes dejar reposar las ideas a la hora de escribir un artículo, muy lejos del vómito de higadillos que significa, por ejemplo, Twitter. Pero también, al escribir en revistas como la nuestra a veces uno corre el riesgo de quedarse obsoleto, y eso puede parecer si en este artículo aludo a la fiesta de Halloween, perdida ya en la memoria de todos, afortunadamente, cuando se lea mi columna. Pero, aunque al inicio del texto me refiera a la cadavérica fiesta, espero convencerles de que no va de esqueletos, aunque en realidad aludo a una profesión que no parece poner pie en pared y puede ser objeto de dicha celebración en tiempos no lejanos: la nuestra.

A finales de octubre, vísperas de las fiestas de honra a los difuntos, contemplé en Instagram una de sus llamadas historias. Era de una farmacia que celebraba divertida esta fiesta importada de allí donde importamos casi todo. El farmacéutico que aparecía lo conozco desde hace muchos años, y lo tengo a ley. A finales del siglo pasado, él, siendo un niño, y yo aún joven, aunque no tanto, intervinimos juntos en muchos cursos. Compartíamos ilusiones por el cambio profesional tan desafiante que suponía implantar esa atención farmacéutica de la que sabíamos tan poco por aquel entonces. No éramos los únicos, porque por todo el país innumerables grupos de farmacéuticos iniciaban ese camino, sintiendo el orgullo de ser verdaderos profesionales de la salud. Aprendíamos juntos gracias a nuestra experiencia con pacientes reales junto a otros compañeros y otras compañeras que deseábamos abrir otros caminos. Sin embargo…

Sin embargo, todo se torció. Por una parte, la profesión desvió el tiro y, en lugar de orientarse al único camino posible de reconocimiento exterior, el de resolver el enorme problema de salud pública que constituye la morbimortalidad asociada al uso de medicamentos, lo hizo hacia un mundo endogámico de servicios que únicamente nos interesa a nosotros y no al conjunto de la sociedad. Además, tampoco se produjo una transformación en los modelos de remuneración profesional, lo que dejó a profesionales como a mi amigo, y como a tantos, a mí incluido, a los pies de los caballos, y aquella ilusión de los principios corría el riesgo de transformarse en el delirio ilusorio de unos locos y hubo que parar. La atención farmacéutica suponía asumir elevadas responsabilidades con pacientes crónicos y polimedicados, con una salvaguarda legal difusa y una nula inserción en el ámbito de la salud pública, además de importantes inversiones en formación y personal sin retorno posible. Como consecuencia de todo esto, mi joven y admirado colega y tantos otros a lo largo del país «fallecieron» como profesionales –en lo que respecta a esta actividad, se entiende– cuando aún no habían crecido lo suficiente. Por eso me gusta decir que la atención farmacéutica ha sido una enfermedad profesional de alta mortalidad infantil. Una enfermedad muy cruel para una profesión necesitada de sentido.

El resto de la historia ya la conocen. Lo que se ha hecho ha sido vaciar de contenidos los conceptos, insistir en la endogamia y recorrer un camino profesional en círculos, a toda prisa, pero sin dirección alguna. Y eso sin contar la caza de brujas que surge cuando no se sabe a dónde ir.

Por eso cada vez que escucho por la radio las reivindicaciones de un colectivo cualquiera, en demanda de un marco laboral que permita asumir las demandas sociales respecto a ellos, me pregunto por qué nosotros no somos capaces de hacer lo mismo, y que la sociedad se beneficie de lo que podemos dar. Sí, seguro que vendrá el sol. Lo que no sabemos es cuándo.

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