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  • Parsifal y la Menegilda

Asistir casi sin interrupción a una ópera de Richard Wagner, Parsifal, «festival escénico sacro», y a una zarzuela de los maestros Chueca y Valverde, La Gran Vía, «revista cómico-lírica, fantástico-callejera», es disfrutar de un choque de trenes psicológico. Parsifal es la última ópera de Wagner, estrenada poco antes de su muerte, y su ambigüedad es tan excesiva como deliberada.

Los caballeros del Santo Grial, la lanza sagrada que atravesó el costado de Cristo y ese cisne asaeteado, cisne wagneriano tan constante como variado símbolo, se dirigen directos hacia un sombrío sentimiento de culpa. «Un loco cuyo conocimiento venga del sufrimiento, a través de la compasión, te redimirá», sí, pero «¿quién redimirá al redentor?». Ambigüedad temática y musical, la obra gravita en torno al enfrentamiento de las tonalidades de la bemol mayor y su antípoda re menor, y es contrariedad que escapa a mi oído de artillero; como a Woody Allen, también me entran ganas de invadir Polonia, pero sólo con los coros, en esta ocasión de locos por desgracia tranquilizados. A su amigo Friedrich Nietzsche, outsider hasta el final, le desquició no la música, sino el tema: «Richard Wagner, aparentemente el máximo triunfador, en verdad un decadente desesperado en su podredumbre, de repente, desamparado y roto, se postró ante la cruz cristiana». El superador de sí mismo nunca puede acompañar al hombre que ha dejado de estar descontento de su circunstancia en el éxito y la desgracia. Ya no eran tan amigos, claro, y la casualidad quiso que, en un choque de trenes psicológico, Nietzsche pudiese contrastar la inocencia artúrica del joven héroe Parsifal con el descaro de unos pícaros madrileños. Tras asistir a una y una segunda representación de La Gran Vía escribe: «Para esto hay que ser un granuja redomado. Un terceto de tres solemnes gigantescos canallas es lo más fuerte que he oído y visto. Incluso como música genial, imposible de clasificar. Tan repentinamente aparece la canalla...». No lo explicita, pero los tres ratas, tres recalcitrantes mangantes bribones, le reconfortan, le divierte eso de «¡Vivan las cadenas! Si parecen buenas y son de reloj», pero su entusiasmo proviene de «Vamos con cuidado sin pestañear, pues van ya mil veces que nos chuleamos de la autoridad». Parsifal queda muy épico y distante, no digamos Amfortas, y si alguien hubiese explicado quién le robó la sagrada lanza a Longinos, el encontronazo hubiera sido menor. Y todo eso sin haber captado la encantadora desfachatez de la Menegilda, encantadora superviviente que en su tango-habanera nos deletrea todo un manual para futuros corruptos de más altos vuelos. «Pobre chica la que tiene que servir, más le valiera que se llegase a morir», aunque nada más lejos de su intención. Nos dice que aprendió a fregar, a lavar, a barrer, a guisar y que, tras tan fatigosos ejercicios, consultó a su conciencia, que le dio la clave definitiva del porvenir: «Aprende a sisar. Aprende a sisar. ¡Aprende a sisar!». Empezó poco a poco, de los 60 reales que le daban para la compra gastaba 30 escasos y se embolsaba el resto, y siguió mejorando, «después de este lance serví a un boticario, serví a una señora que estaba muy mal...». Comparativamente, lo de cazar un cisne a flechazos es un juego de niños. Aficionado al feo vicio de extrapolar, la breve frase de tres palabras, «aprende a sisar», me parece emblema heráldico de nuestros próceres. Me apasiona el tango de La Menegilda y me parece escucharlo cada mañana cuando leo la prensa desayunando cualquier cosa, pero con churros.

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