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Frases autoalusivas

«Está usted bajo mi control porque estará leyéndome hasta aquí».«El lector de esta frase sólo existe mientras me está leyendo».«Mientras usted no me lea, la segunda palabra de esta frase carecerá de referente».

Dijo Zubiri, creo que citando a Aldous Huxley, «todas las generalizaciones son falsas» y muchos utilizamos esta frase añadiendo la redundancia de «incluyendo ésta». Son este tipo de frases, falaces y felices, paradójicas y contradictorias, las que me atraen con cierta morbosidad. Suelen fluir en los sistemas autoalusivos, los que incluyen el «yo» o el «nosotros» de forma más o menos explícita, cuando uno habla de sí mismo, cuando un periódico da noticias sobre periodistas, se rueda una película sobre la filmación de películas o cualquier otro caso similar de un sistema que se refiere a sí mismo. Cuando lo hacen con ingenio, claro, no cuando solo lo hacen con mal genio. El primer ejemplo famoso de propuesta autoalusiva es la paradoja de Epiménides. El cretense Epiménides afirmó: «Todos los cretenses son mentirosos». No sabemos, tampoco importa, si había olvidado que su origen invalidaba su declaración o si éste era precisamente su deseo. En cualquier caso inventó la paradoja del mentiroso cuyas dos más valiosas joyas son «yo estoy mintiendo» y «esta proposición es falsa», delicias en las que incurren inconscientes nuestros políticos. Las frases que se invalidan a sí mismas constituyen un fascinante territorio, esa orden militar en tono enérgico: «¡Desobedezca esta orden!» O la paradoja del prisionero: «Antes morir que perder la vida». Con la máquina de escribir, o sea el ordenador (¿por qué no obedecedor?), es relativamente fácil crear este tipo de rebotes, véanse las tres citas iniciales, más otras que pueden ser puro grafismo, por ejemplo: «Esta horación contiene tres herrores». Es cierta siempre que el corrector de estilo no elimine las dos «h». La traducción es otro campo fértil y más sutil puesto que en general puede decirse que «si esta frase estuviera en inglés diría algo distinto». La comunicación entre el texto y el ser humano puede ser un alfaguara de perlas, además de maliciosas, surrealistas: «¡A ver qué pasa ahí afuera! ¿Es usted quien me está leyendo o es algún otro?». Hay analogías duras y encantadoras como la de John Cage para desembarazarse de un discurso imprevisto: «No tenía nada que decir y ya lo estoy diciendo». Las blandas son más accesibles aunque no por ello menos divertidas. Esta constituye todo un desafío, por más que odie la música melódica, «¿no le hace pensar esta frase en Julio Iglesias?». La respuesta debería ser no, pero le apuesto a que no es capaz de leerla sin pensar en nuestro juglar antes tan de moda. También pueden funcionar a la inversa, el dar verosimilitud a la contradicción es un juego apasionante. Me sentí sumamente complacido cuando le indiqué a Hofstader, forofo especialista en el tema: «Sube aquí abajo». Yo estaba en el tercer piso y mi amigo en la calle, le estaba rogando que subiera al segundo. Es un juego abierto, así que no se prive y haga su frase, se producen a salto de mata, sin ir más lejos esta mañana en el paseo. Una amable viejecita le preguntó al niño que jugaba con su Yorkshire: ¿Cómo se llama tu perro? Y el niño contestó: «No sé, en casa le llamamos Sil». Entonces intervino un curioso y afirmó: «Es un perro gallego». Es un juego sin reglas fijas y del que, como de tantos otros, sólo sé que no sé nada. Decir no sé nadar sería una vulgaridad.

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