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  • ¿Otra historia en un taxi?

Algunos deben leer mis cosas en estos Planeandos. Algunos de esos, quizá recuerden algo de lo que han leído en mis artículos, al menos algo de lo que han leído algunos números atrás. Y de esos, existe la posibilidad de que unos cuantos se acuerden de que hace unos meses escribí sobre una historia en un taxi. Hoy también voy a escribir algo sobre taxis, por lo que corro el riesgo de que esos pocos piensen que los taxis son para mí un icono; una especie de tótem amarillo y negro; pero ni tengo una fijación, ni interés económico alguno en el sector del taxi, ni soy realmente un asiduo usuario. No sé muy bien la razón por la que voy a escribir este cuento. Que yo sepa nadie ha sido taxista en mi familia, ni tengo una especial devoción por los coches –me pirran las motos y los ferraris, pero esos no son coches, son sublimaciones de la ingeniería, una cosa muy distinta; algo más cercano al erotismo–, pero lo cierto es que el tiempo que dura una carrera es un buen momento para buscar ideas para un artículo. Al menos para mí. Y cada uno va buscándose la vida como puede. 

Meterse en un taxi es parecido a entrar en un ascensor y descubrir que el cubículo está ocupado por un desconocido al que no esperas ni te espera, y para mí ese trance siempre ha sido una situación incómoda. En un taxi puede ser aún peor, porque el trayecto es generalmente más largo que un viaje hasta el ático. También es cierto que como entras en el taxi como cliente, o lo que es lo mismo, el conductor te va a cobrar por el servicio, puedes limitarte a comunicar el destino, esperar que el tráfico no sea caótico e ir observando como los números rojos, verdes, o negros sobre fondo amarillo van aumentando la cuenta del taxímetro –últimamente he observado unos taxímetros muy modernos que indican la tarifa a pagar en el retrovisor, parecen mágicos– sin sentirte obligado a romper el silencio, que por algo pagas. A menudo, pagar es suficiente motivo para evitar ese sentimiento de culpa que te invade cuando no sigues los cánones de la urbanidad. Sea como sea, entrar en un taxi supone un riesgo elevado de fisura en la burbuja impermeable que me recubre.

Hay días en los que espero, en los que me apetece, que el trayecto transcurra sin apenas roce lingüístico –supongo que queda suficientemente claro que me refiero a la interacción espiritual entre dos personas que hablan por lo que las lenguas no pueden estar ocupadas en otros menesteres más lúbricos– y que el taxista no tenga sintonizada la emisora radiofónica de Justo Molinero. Otros días, en esos que me he dejado la burbuja en casa, en cambio, no me incomoda, incluso espero, encontrar a un buen conversador con el que explorar algún tema de esos que sacan al ruedo los que tienen el arte de conversar con el cogote sin parecer mal educados. Incluso hay algunos días en los que soy yo el iniciador de la conversación. Si el día ha empezado ligero y no se ha torcido puedo ser un tipo locuaz. Si en uno de esos días tengo que tomar un taxi y la suerte me acompaña en la lotería en la que juegas al levantar la mano y gritar ¡Taxi!, y me toca en suerte un coche grande, limpio y nuevo –tengo una cierta debilidad por los taxis Mercedes grandes– intento conversar con el conductor; por regla general empiezo preguntando sobre su herramienta de trabajo. Sobre su coche, no sobre su lengua.

Una conversación de esas podría ser así: (Podría ser porque no ha sido, pero podría ser algún día, no lo descarto)

– ¿Está contento con su Mercedes?

– Lo estoy. ¡Sólo faltaría estar descontento, con lo que me ha costado!

– Los caprichos siempre son caros.

– No se trata de un capricho. Es una inversión.

– No me negará que independientemente de qué cálculo de la amortización le satisfaga, y ya que las normas de su gremio le impiden cobrar una tarifa superior por ofrecer un servicio mejor, una cierta dosis de orgullo y placer personal debe ponerse usted entre pecho y espalda al coger el volante de esta maravilla.

– Ya que lo dice...

– ¿Orgullo o placer?

– Me refería a lo de las tarifas. ¿Usted pagaría más por viajar en este coche?

– A mi ya me está bien así, pero no me parece justo para usted.

– Lo justo no importa. Cada uno conoce su negocio y el nuestro está basado en que el servicio prestado es igual independientemente de quien lo dé. Los clientes ya valoran la diferencia. Al menos algunos. ¿Usted a qué se dedica?

– Tengo una farmacia.

– A ustedes les pasa algo parecido. No hay diferencia en la tarifa. En todas las farmacias prestan el mismo servicio, pero no en todas te tratan igual.

– Es algo distinto...

– Ya, ya se lo decía yo. Cada uno conoce su negocio.

– Lo que es importante es definir los servicios que se prestan, eso que algunos llaman la cartera de servicios, fijar una tarifa y encontrar clientes que quieran pagarla.

– Pero... ¿usted cree que esto es posible?

– En eso estamos...

– Si lo logran, llámeme. Este es mi número.

Me he guardado la tarjeta, si necesito un taxi no dudaré en llamarlo. No sé si es porque el día continúa siendo un día de esos que parece que brillan más de lo habitual o porque sonaba en el excelente equipo de música el himno de Creedence Clearwater Revival «Long as I can see the Light», lo que evidentemente ha sido una ayuda, pero pagar los doce euros de la carrera me ha parecido barato. He dudado entre darle una propina o un beso casto en la coronilla. He optado por el euro porque me ha parecido más coherente con la conversación que hemos mantenido.

No creo que mi compañero desconocido haya entendido mis argumentos, no han parecido interesarle mucho, pero yo continúo pensando que el sistema tarifario de los taxis no es justo. Pero como he dicho, ese no es mi problema, yo no tengo nada que ver con los taxis.

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