La gran diferencia entre los jóvenes y los que ya no lo somos es que los primeros no se creen que puedan morir. Esa es la gran diferencia. Si reviso mi historia puedo recordar los años en los que sufría un cierto temor a la muerte, debía tener unos dieciséis.

Pero ese temor era como el miedo infantil a los fantasmas, nos aterrorizan sólo cuando se va la luz y se desvanecen entre los brazos de la luz del día y los besos de los que nos protegen. Cuando te haces viejo la muerte se hace cotidiana. No sé lo que prefiero, el horror de lo que no está o la cercanía aterradora de lo que podemos tocar.

Aunque esa sea la diferencia fundamental, es cierto también que los días que pasan van dejando una pátina más o menos gruesa que nos va cubriendo, los años nos van deteriorando a la vez que nos van definiendo. Ese barniz es el que da brillo a los años o los ensombrece. Una vejez brillante es posible si las capas de barniz han sido aplicadas con sabiduría; por el contrario, si el artesano no ha aprendido su oficio, la pintura se agrieta, se estropea. Entonces, nos ajamos sin ninguna gloria.

Podemos pensar sobre el tiempo –a sentirlo, sería más acertado decir– , incluso podemos escribir historias en las que nos imaginamos que navegamos por él, pero ese sueño siempre se acaba abruptamente y nos damos cuenta que nos lleva en su grupa sin ninguna rienda agarrada. A veces me parece que puedo incluso parar el viento, pero, de pronto, los sobresaltos de la memoria me hacen sentir que galopa sin control. El tiempo, de una manera u otra, pasa.

Una de las obsesiones de los humanos es contar el tiempo. El reloj y el calendario son elementos emblemáticos de lo que denominamos civilización, pero esas máquinas diseñadas para intentar domesticarlo y a las que rendimos culto son absolutamente incapaces de dominar ni la velocidad con la que aparece el sol por la línea en la que se acarician los azules, ni el ritmo con el que el amarillo se apodera del verde de las hojas de los plátanos que adornan el paseo al que se asoman los balcones de mi piso, en Barcelona. A lo máximo que pueden aspirar es a intentar explicarlo, son como los álbumes de fotos en los que algunos piensan que se explica una vida. Páginas muertas que se clavan como espinas en los ojos.

El paseo amarillento, casi desnudo por el invierno, me recibe como un cementerio frío en el que los esqueletos de ramas aún aguantan alguna hoja muerta y con el suelo resbaladizo por la lluvia caída esta madrugada. Es tiempo de invierno, pero no por la hoja del calendario que cuelga de mi despacho, aunque me hubiera olvidado de girar la página correspondiente al mes de junio, el paseo no sería el paseo verde y luminoso de esos días.

Ya hace muchos inviernos que no me encuentro al señor Joan uniformado con su bata de color azul desgastado, ordenando la fruta en su colmado que ya hacía años que funcionaba en la esquina cuando nos trasladamos a vivir al barrio en el que aún vivimos. Murió hace cinco años, diez años después de jubilarse y traspasar el local a los dos socios que se establecieron en el viejo local. Lo remodelaron con un estilo moderno y abrieron al público un negocio de reformas de cocinas y baños, que hoy, castigado por la oscura crisis inmobiliaria, está vacío, frío y oscuro, con sobres cerrados por el suelo que nadie abrirá, porque ya nadie tiene interés en saber nada en un negocio que también ha muerto.

Hoy el establecimiento contiguo al negocio en traspaso, la taberna gallega donde los primeros lunes de mes cenamos con una pareja amiga, unos tacos de tortilla de patatas y unas tapas de pulpo cocinados con mucho oficio por Carmen, está cambiado. El color de las paredes es distinto al que tenía hace unas semanas y una pizarra nueva anuncia en el exterior café con leche y pasta por dos con setenta y cinco. Un chico joven está detrás del mostrador. Carmen ya no habita la vivienda habilitada en la rebotica que, desde hacía unos cinco años, ocupaban ella y sus dos hijos, ellos tres desde que murió su marido Perfecto, y ha traspasado la taberna a este joven con el que aún no he hablado. Parece un tipo simpático, pero no parece un buen cocedor de pulpo.

Todo cambia aunque los inviernos se repitan, los sitios en los que he vivido ya son otros sitios y las personas que están en los sitios en los que he vivido marchan a otros sitios o simplemente marchan a ningún sitio. Eso es el tiempo.

Acertar con el ritmo adecuado para pasear en ese laberinto de instantes consecutivos es importante para no acabar perdido. Con este pensamiento voy cruzando calles y llego a la farmacia que está a oscuras. Por un momento, con el local en penumbra y con las hojas caídas de los árboles arremolinadas en el rincón de la entrada, la imagen, aún fresca, de abandono del negocio de reformas de baños y cocinas me sobresalta. El sentimiento de desolación que me produce lo que ha terminado definitivamente me ha provocado un escalofrío. Una vez superado ese primer momento y recuperada la calma, intento aprovechar el meneo psicológico e intento reflexionar sobre las modificaciones que tengo pendientes, a la vez que me cuestiono las limitaciones que coartan mi capacidad para ampliar o diversificar mi actividad, me inquieta la dificultad para encontrar mecanismos que aumenten la rentabilidad y la eficiencia, me subleva la disminución de la facturación impuesta por las restricciones presupuestarias y mi limitada capacidad de maniobra.

¿Es posible que no exista una opción distinta a desear fervientemente que el tiempo cambie de dirección? Me niego a aceptarlo y, como no soy muy devoto, ni me queda el recurso de rezar a esa virgencita que es capaz de hacer que me quede como estoy. El tiempo pasa y no sólo porque el reloj se mueva. Necesitamos movernos.

Todo eso me sería absolutamente indiferente si fuese eterno. Pero no.

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