Salir de casa esperando encontrar la luz del día, la luz de un día frío de enero, y que una tiniebla invernal te abrace como un oso no es una manera fácil de empezar el día. La tristeza de la penumbra es espesa, como una gelatina pegajosa que impide que la caminata sea fluida. David es un tipo grande. Una persona a quien todos le suponen una fuerza y resistencia por encima de la media, pero lo cierto es que, aunque él lo disimule, el paisaje le influye. No es insensible al paisaje ni a los otros. Se siente frágil, los huesos le crujen bajo la presión del oso negro de esta mañana triste.

Las aceras de la calle son como mármoles. Nada separa la piedra de la suela de goma de sus zapatos. David, al mirar sus pies, se acuerda de los mármoles de las viejas pollerías del mercado por el que paseaba a la vuelta del colegio. En esas piedras blancas y frías reposaban los cadáveres de gallinas desplumadas y, en un rincón más discreto, los flanes semiesféricos rojo brillante de sangre coagulada listos para ser fritos. Las hojas marrones que empezaron a caer en octubre han desaparecido. Aunque muertas, cuando reposan esparcidas desordenadamente por las calles aportan una calidez parecida a la que atesoran los bosques caducos. El sonido crujiente al pisarlas es como un recuerdo tenue de la primavera, tan lejano como el árbol, en la que perdieron su frescura.

David siente la incomodidad de uno de esos días en los que el decorado se apodera de su ánimo, de su alma. Mientras se acerca a su farmacia, los colores discretos de la mañana van apareciendo con parsimonia. Parece que dudan de abandonar su letargo nocturno y que sólo la dictadura férrea del tiempo les obliga a iluminar el lienzo negro de esta mañana de enero.

– ¡Qué día más desapacible, qué día tan triste!

Como muchas otras mañanas –ésta también– coincide con Elvira. Ella es enfermera en el centro de atención primaria del barrio. Es una persona empática, de esas que esparcen su buen humor, incluso en esos días como hoy, en los que parece que nadie pudiera hacerlo. Es menuda de tamaño, pero su cara redonda, de muñeca de trapo moteada por alguna peca, hace que parezca más grande de lo que es. Tienen una edad similar, pero Elvira parece mucho más joven que él. Poco a poco han ido construyendo una amistad más allá de la relación respetuosa entre profesionales del ramo.

– Esta luz que se vislumbra esta mañana acabará por iluminarnos. Será un día frío, como corresponde a la época en que estamos, pero las horas irán diluyendo esa tristeza que sientes.
– Siempre tan optimista. ¿No notas la tristeza del día?
– La tristeza la reservo para las personas. Veo cada día a mucha gente, gente mayor, sola, desvalida. Me cuentan su vida y sus palabras están impregnadas de una tristeza profunda. Necesito reservarme para ellos. No puedo permitirme que me venza la melancolía de una mañana de enero.
– Admiro tu ánimo, a veces incluso me incomoda. Por cierto, ayer pasó por la farmacia Carmen Garcés. Te he hablado de ella en alguna ocasión. Está sola.
– La recuerdo. Padece un proceso, en fase inicial, de demencia senil. Hemos intentado contactar con su familia, pero cuando lo hemos logrado no nos ha parecido que sus hijos tuvieran una gran preocupación por la situación de su madre.
– Los que tenemos la oportunidad de asomarnos a la vida de los demás como consecuencia de la forma en la que desarrollamos nuestra profesión podemos detectar muchas situaciones como la que vive Carmen. Nunca podremos sustituir el amparo que proporciona una familia, pero podemos ser unos buenos detectores de este tipo de situaciones.
– Cierto. Existen profesionales que por su posición en el sistema sanitario y, por qué no decirlo, por su vocación de servicio, son capaces de detectar como si fueran radares estas situaciones de fragilidad que son amargas y silenciosas.
– Deberíamos encontrar formas de superar esta capacidad de detección individual y llegar a un estadio en el que esta información valiosa se incorporara al sistema de protección social y fuera útil para diseñar acciones preventivas.

Elvira ha llegado a la entrada del centro de atención primaria. Son las ocho menos diez. Se despide con un «continuaremos con esta conversación, podríamos intentar que derivara en un encuentro entre profesionales sanitarios del barrio». No tiene tiempo para más.

David asiente mientras comprueba que, como anunciaba Elvira, la paleta de grises va desplegando su gama de matices. Los ochocientos metros que le quedan por andar por las calles del barrio a esta hora son menos solitarios. La panadería ya está sirviendo pan y los bares, cafés con leche humeantes. Se pregunta si los otros, la gente que también ha empezado el día sin colores, han notado el abrazo del oso o como Elvira lo han hecho con la certeza de que el día estaba a la vuelta de la esquina.

Al abrir la puerta de la farmacia, la lista de tareas de hoy empieza a desgranarse en su cabeza: llamar a proveedores, hacer transferencias bancarias, reorganizar los turnos del equipo durante este mes, revisar la preparación de medicación individualizada, renegociar las condiciones con el distribuidor. Funciones de un gerente que van a absorber buena parte de la mañana.

La conversación con Elvira no se ha alejado mucho en el tiempo, aún escucha el eco de sus palabras, pero su mundo y el de ella se han desconectado de golpe. Un hilo frágil los une, pero sin una voluntad férrea de hacerlo más sólido y resistente es mucho más probable que vaya haciéndose más fino y los respectivos mundos se alejen como galaxias extrañas hasta que dejen de reconocerse. No esforzarse en ese acercamiento sería un pecado de omisión que podría evitarse con voluntad, decisiones adecuadas y con la tecnología ya disponible.

– ¡Buenos días! ¿Qué día es hoy? ¿Necesito algo?
– Hoy es martes. No, Carmen, hasta el viernes no tienes que llevarte nada. Ya te lo dijimos ayer.
– No sé el día en que vivo.

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