• Home

  • Tu juventud en un chip

«No soy tan joven como para saberlo todo». Lo que conozco ahora está decorado por la duda, pero también tiene los perfiles más precisos. Ya sé que la juventud es un regalo de la naturaleza, pero la edad madura deberíamos plantearla como una obra de arte que el propio protagonista se construye.

Al menos dos autores, Ramiro de Maeztu e Iván Turguénev, consideraron conjuntamente las enseñanzas que por separado ofrecían Hamlet y Don Quijote. Turguénev dividió en dos clases los caracteres humanos. Llamó «quijotescos» a los hombres cuyos ideales los empujaban al sacrificio, y «hamletianos» a aquellos otros cuyos ideales se resuelven en dudas. Me parece que estas dos actitudes pueden responder perfectamente a dos arquetipos de la edad del hombre: juventud y ancianidad. Hacer y pensar, pensar y hacer; sería deseable que ambas potencias se dieran siempre la mano, pero ocurre que una mano se está quedando fría y la otra arde.

Entonces, a los jóvenes se nos iban las horas en las cafeterías y en los bares discutiendo sobre ideas y acciones que permitieran mejorar el mundo, hasta que los camareros empezaban a recoger las sillas, a fregar el suelo o a apagar las luces. En aquel momento nos levantábamos y nos íbamos a otro sitio, todavía iluminados por las palabras. No diré que el mundo no se inmutara, pues terminábamos enardecidos y nos parecía que se avivaban sus hogueras y que un cambio se cernía sobre la historia. Vivíamos la noche y su desierto de amor, la juventud y su oasis de presentimientos.

Puedo recordar los nombres de mis amigos de aquellas horas y percibo una melodía tenue que me acompaña cuando pienso en ellos. Sus gustos difíciles, su postura arrogante, la escolaridad prolongada, la sugestión ante todo lo que podía etiquetarse como revolucionario. Eran ciertamente quijotescos, apenas mostraban dudas. Las ideas se seguían con entusiasmo. Por el contrario, las acciones se desdeñaban y, aunque fueran aceptadas, jamás se llevaban a cabo.

No se nace joven, sino que hay que ganarse a pulso la juventud, y eso se consigue a base de ideales. Los ideales, como digo, crecen naturalmente en la edad primera, cuando el hombre camina todavía lejos del otoño. Luego la vida impone sus restricciones. Entonces aprendíamos y ahora, en la madurez, por fin comprendemos. Ya no nos parece que vayamos a comernos el mundo, que vayamos a durar más que el mar y la tierra juntos.

Por el contrario, me temo que recordamos más cosas de las que en realidad hemos vivido. Y además queremos contarlas, ser cronistas de nuestra larga historia, pero nos cuesta encontrar a alguien que tenga el tiempo y la paciencia de escucharnos. El sello particular de la vida tiene varios perfiles, y nos apresuramos a describirlos y a endulzarlos a nuestro gusto, pues incluso el hombre desheredado dispone de ese tesoro que nadie le puede arrebatar.

A menudo mi corresponsal tiene prisa. No estoy seguro de si es porque, cuando él y yo deseamos la misma cosa, no estamos en condiciones de desearla al mismo tiempo, ni del mismo modo.

Ahora, cuando todos se han ido, no sé lo que voy a hacer esta tarde. Por eso, si tuviera que buscar la felicidad en algún rincón, la buscaría en la rutina, en la costumbre, y, aunque pudiera encontrarla, quizá me parecería menor de lo que en realidad anhelaba.

Desde la butaca, escribió Manuel Alcántara, puedo ver casi todo lo que me interesa, por lo menos casi todo lo que me urge. Desde la ventana puedo contar las hojas que se desprenden de los árboles y los nombres múltiples que antes solía citar.

Destacados

Lo más leído