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Casi al final de la escapada se hace difícil, pero entrañable, el recapacitar sobre el pistoletazo de salida de este maratón. Todos estudiamos Farmacia y si ahora recapacito sobre sus salidas es por oponerme a ese pesimismo reinante de que no hay más salida que la oficina de farmacia. 

Por alguna perversa razón, quiero decir por comodidad, se asume que de la cadena existencial del medicamento sólo podemos ocuparnos de distribución, dispensación, atención y alguna fórmula más rupestre que magistral, renunciando a las esenciales investigación y fabricación. Recitemos a J. Joyce en su Ulises, «el primer hombre que probó una hierba para curarse a sí mismo tuvo bastante coraje». Quizás un insensato, pero un insensato farmacéutico. Nos han educado en las ciencias de la naturaleza y hemos demorado nuestros pasos por la bioquímica, la biología molecular y la farmacología, no puede ser que en un estado del bienestar, cuyo principal bien es la salud, no existan salidas para sanitarios bien formados. La crisis económica, el paro sobre todo juvenil y lo demás son argumentos ciertos, pero mi argumento basado en la experiencia es que salidas siempre hay, y más para profesionales con una formación tan heteróclita como la nuestra. Y en un tiempo en que todas las posibilidades están abiertas y no dejan de crecer ad infinitum, eso sí, para quien tenga una vocación definida, consiguiente imaginación, y esté dispuesto a sacrificarse cuanto sea necesario para conseguir su meta. Lo de «tengo el título» ya no vale ni para los funcionarios. Del pistoletazo de salida no voy a memorar compañeros sanitarios, voy a recordar a quienes me encontré en ejercicios aparentemente disparatados pero que se encontraban en ellos con sorprendente naturalidad gracias a sus estudios universitarios y no arredrarse. Los que se fueron tras la levadura de la cerveza a El Aguila y otras marcas son más lógicos por bromatólogos, el más insólito ese compañero transmutado en especialista en lubrificantes sólidos, en el santón del disulfuro de molibdeno, con quien coincidí en un congreso del American Society of Lubrication Engineers. Bastantes encuentros insólitos. Uno en una fundición de aluminio, no sé qué trabajo desempeñaría allí, pero además algo hacía en una troquelería de moldes para plásticos y no férreos. Otro era el jefe del control de calidad de una fábrica de productos químicos para el automóvil, anticongelantes, líquido de frenos y todo eso. Otra trabajaba en un exótico laboratorio policial, sobre la posibilidad de emplear la silicona en detectar, o conservar, o lo que fuera, huellas digitales. En aquel tiempo la silicona era un divertido producto químico con el que no se sabía bien qué hacer. Otra dirigía el laboratorio de un puesto de aduanas y terminó siendo flagelo de narcotraficantes. Otra se especializó en seleccionar las macromoléculas más lábiles para su empleo en juguetes infantiles, terminó diseñando ella misma los juguetes. Unos amigos se empeñaron en montar una destilería de alcohol de patata, creo que no les fue bien, pero todos terminaron trabajando en alcoholeras. A otro le perdí la pista por entre las nuevas fibras textiles de Barcelona, terlenka y varias más. Hay más, pero estos son suficientes para lo que quiero decir, salidas hay y más si te las inventas. De las verdaderamente disparatadas el primer premio, sin duda alguna, para ese colega a quien encontré dirigiendo la pista de un circo ambulante. No hace tanto un fotógrafo de El País me confesó que era farmacéutico. Con voluntad y esfuerzo, dados los conocimientos adquiridos, el optimismo es sinónimo de realidad. Aunque a veces te hagan preguntas desconcertantes, a mí estas dos: ¿Qué hace un farmacéutico en una editorial? Y ¿qué hace un novelista en una farmacia? Creo que quienes están a punto de acabar la carrera no deben tener miedo, ¿a qué iban a tenerlo? Son universitarios, cultos, jóvenes, guapos y europeos, deben salir al mundo y comérselo. La verdad es que al final no te comes el mundo, pero igual de cierto es que el mundo no te devora.

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