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Sorpresas del Vaticano

La Colección de Arte Contemporáneo forma parte de los Museos Vaticanos, fruto del deseo de Pablo VI de recuperar y fomentar el diálogo entre la Iglesia y la cultura contemporánea, predominantemente materialista.

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Pablo VI advirtió algo que suele pasar desapercibido: muchos artistas han mantenido, incluso durante el siglo XX, una actitud espiritual, y no pocos, pese al ambiente materialista, han mostrado afinidades con el cristianismo e incluso el catolicismo y la Iglesia. Baste pensar en la capilla del Rosario en Vence, quizá la obra culminante de Matisse, ampliamente representado en la colección de arte contemporáneo del Vaticano, o en la obra cumbre de Rothko, la capilla que lleva su nombre en Houston, un espacio aconfesional dedicado a la contemplación y la espiritualidad. No es cierto, pues, que el arte contemporáneo sea antirreligioso. Autores famosos, como Dalí, adoptaron a partir de cierta edad una actitud religiosa, en su caso cercana al misticismo católico. También Marc Chagall se dedicó al arte religioso y él, como Soulages, decoró y embelleció capillas, como en la actualidad lo ha hecho el abstracto Sean Scully, autor de una impecable actuación en la iglesia de Santa Cecilia en Montserrat, un espacio espiritual donde se celebran conferencias y conciertos. La relación entre espiritualidad y música es todavía más relevante. Penderecki, Stravinsky o Tavener, entre otros muchos, como Arvo Part, han dado una dimensión religiosa a su música, algo que ya hicieron ilustres predecesores como Anton Bruckner, autor del memorable Te Deum y de una Misa admirable, la número 3 en fa menor, profundamente espiritual.

La colección de arte contemporáneo del Vaticano se inauguró el 23 de junio de 1973 y reúne pinturas y esculturas donadas por artistas, coleccionistas y entidades privadas y públicas. El 7 de mayo de 1964, en la Capilla Sixtina del Vaticano, Pablo VI se reunió con el mundo del arte. Allí, donde en el Renacimiento la Iglesia más mundana y el arte más avanzado produjeron esos dos prodigios que son las estancias de Rafael y la Capilla Sixtina, el pontífice mostró su deseo de que se hiciera visible la relación entre religión y arte en el arte contemporáneo. El secretario personal de Pablo VI, Pasquale Macchi, dirigió el proyecto durante casi diez años, y en la actualidad la colección cuenta con casi ocho mil obras.

Cuando visité la colección de arte religioso contemporáneo del Vaticano, me sorprendió y atrajo una obra, en la que San Cristóbal lleva sobre sus espaldas al niño Jesús para ayudarlo a cruzar la orilla. Es una obra extraña, con una luminosidad deslumbrante, desmaterializada, celestial, divina. El paisaje recuerda a Patinir, y no pude asociar esa obra con ningún pintor que conociese. Leí su título y la sorpresa aumentó: el autor es nada menos que Otto Dix, figura cumbre del expresionismo alemán, un crítico feroz del ambiente berlinés con sus militares, capitalistas, borrachos y prostitutas. Parece que Dix, desencantado, se refugió en la religión en sus últimos años, y que pintó cuadros que no suelen conocerse ni exponerse, crucifixiones y eccehomos. Después pensé que no era tan extraño: el Otto Dix joven es un moralista que se escandaliza ante la degradación de su época y la brutalidad de su sociedad. No hubiese pintado esos cuadros desolados de haber sido un indiferente o un cínico. No podía aceptar la injusticia de su sociedad, que le producía náuseas. No es tan extraño, pues, que de vuelta de todo, tras el fracaso de todas las ideologías, el moralista Dix buscase refugio en la religión que configura, de forma mayoritaria, la religiosidad occidental: el cristianismo. Allí, impertérrito, impávido, el símbolo central de Occidente, el Crucificado, espera a que pasen los cadáveres de sus enemigos y entierra a todos sus detractores y sustitutos. Para él, que le dirijan la mirada es sólo cuestión de tiempo, y de que el desengaño entierre las quimeras y utopías de la juventud.

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