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  • Una droga llamada espíritu

El azar hizo que el pasado mes de enero leyese dos libros dedicados a las relaciones entre las drogas y los fenómenos espirituales. El primero es El mundo bajo los párpados, de Jacobo Siruela, tan exquisito y aristocrático como su autor, del que no sé si me sorprende más su erudición o su ortodoxia junguiana, después de los muchos años transcurridos desde que Jung formulase sus teorías sobre el inconsciente y sus relaciones con el espíritu. El segundo es El camino a Eleusis, de Wasson, Hofmann y Ruck, que se propone ofrecer una solución al enigma de los misterios eleusinos. 

Jacobo Siruela se aproxima a los sueños como una forma de acercarse al inconsciente. Sus mejores páginas están dedicadas a la incubatio en los templos de Asclepio, a la curación en la Grecia clásica mediante sueños en los templos de Asclepio, que se aparecía en sueños a los enfermos que acudían a sus templos. Wasson, Hofmann y Ruck proponen que la solución al culto mistérico en torno a Deméter y los ritos de la fertilidad y el renacer consisten en que las gramíneas estaban parasitadas por Claviceps purpurea, lo que explicaría el estado de embriaguez en que se sumían quienes acudían a esos misterios. Recuerdo que nada gustaba más a los sacerdotes de mi colegio que responder, ante enigmas como la trinidad, el origen del hombre, la comunión o la resurrección, que eran misterios. Los niños no nos conformábamos con eso, y los sacerdotes insistían en que no podían explicarse, que eran un misterio, y se complacían en que los símbolos del catolicismo fueran incomprensibles, misterios en los que había que creer. Esa explicación, que entonces me dejó insatisfecho, hoy me parece válida: para el creyente, el misterio no precisa ser explicado, y el misterio es precisamente la demostración de la potencia espiritual de los símbolos en los que cree.

En Yemen, recuerdo ver correr a todos los hombres del pueblo hacia la mezquita a la hora de la oración, atropellándose entre ellos. Tal vez ello se debía a que habían estado expectantes durante horas, esperando que la llamada se produjese para acudir al templo donde se comunican con la divinidad. En París, asistí a una ceremonia en la sinagoga; iba acompañado de unos amigos judíos que me hicieron pasar por hebreo para que no me perdiese una ceremonia que estaban seguros de que me interesaría. Era tal la emoción que allí se vivía, que supongo que Wasson, Hofmann y Ruck quizás hubieran recurrido a la explicación del Claviceps purpurea para explicar lo que no podían entender. La misma intensidad simbólica se produce en el muro de las lamentaciones, en la comunión cristiana, en el camino de Santiago, en el itinerario a la Meca, donde no se consume sustancia enteogénica alguna, donde la droga es el espíritu.

La incubatio no debe ser explicada..., porque es un misterio. Nada más natural, para un creyente de Asclepio, que acudir al templo del dios de la salud para que se le apareciera y le curase. Puesto que creía en él, nada más previsible que el que se le apareciese, y que esa aparición le curase. Pero quien no cree queda tan estupefacto ante esos fenómenos que los considera un misterio que debe ser explicado mediante el uso de alguna droga. Jung escribió El libro rojo, una apoteosis simbólica inexplicable, sin interpretación posible, en pleno siglo XX, sin otra droga que el libre acceso a su inconsciente. Jacobo Siruela concluye que la delicada pregunta que queda por responder es si el eunuco puede explicar el orgasmo, es decir, si el hombre castrado de sus símbolos y de su espíritu puede entender algo del mundo de lo sagrado. Y como no lo entiende busca explicación en drogas potentes, pero que palidecen al ser comparadas con los símbolos centrales de la Humanidad, como el crucificado, un ojo dentro de un triángulo o las espigas sagradas de Deméter y sus ritos de fertilidad, enteógenos, más potentes que cualquier droga obtenida de las plantas, Claviceps purpurea incluida.

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