La crisis de la profesión farmacéutica se parece mucho a la medioambiental. En realidad, todas las crisis son parecidas, tienen una misma raíz. De hecho, no son más que diferentes caras de un mismo poliedro, el de la crisis, sin más, que asola el mundo y amenaza con la desaparición de nuestra especie sobre la faz del planeta.
Existen ciertas similitudes entre el riesgo de extinción del ser humano y la probable desaparición del farmacéutico como profesión, incapaces ambos de superar nuestras inercias autodestructivas, agotando nuestro ecosistema, profesional o ambiental, léase como se desee, hasta exprimir los últimos recursos que comprometen nuestra supervivencia.
Entre los farmacéuticos hay también negacionistas. Se dejan ver sobre todo en los Black Friday, en las Rebajas de Enero y por San Valentín, e incluso nos dan lecciones de gestión, ya sea en cursos promocionados o simplemente tomando una copita en la fiesta de la Patrona. Su discurso, pragmático y arrollador, incluye palabras como margen, descuentos... Y en cuanto a la necesidad de cambios en la profesión, la más usada es utopía.
Pero, más que los negacionistas, los que más abundan son lo que en ecología serían individuos light, esos que pretenden seguir haciendo lo mismo de siempre, pero, eso sí, con envases biodegradables, recogida selectiva de residuos y compras sostenibles (por los brazos de los clientes). Esa forma light de ejercer la profesión, una versión lampedusiana de la que existe hoy, la representan los servicios farmacéuticos, actividades que pretenden ofrecerse con el objetivo de enderezar un poco la cartera. Por eso se llamará, digo yo, que no soy experto, cartera de servicios, orientada no a resolver los problemas reales que están produciendo los medicamentos (versión ecologista del calentamiento global), sino a ofertar una especie de Ryanair sanitario. Y esto, que podría no estar mal como opción profesional en un escenario de libre competencia –a buen seguro el dueño de la aerolínea irlandesa gana más que el de Iberia, como el del tinto Don Simón en tetrabrik (reciclable) vende más que el Vega Sicilia–, tiene consecuencias sanitarias importantes en un sistema público como el que disfrutamos y del que la farmacia, digan lo que digan, forma parte, puesto que es el único establecimiento en el que los usuarios acceden a ese bien del que defendemos ser expertos (al menos cuando existían las bolsas de plástico eso se leía).
Finalmente están, estamos, los ecologistas radicales, tan mal vistos y tan aporreados por la policía –la policía farmacéutica también, faltaría más–, que señalamos que luchar contra el cambio climático sólo es posible modificando el modelo económico, con menor consumo, menor producción, etcétera, lo que en términos farmacéuticos vendría a ser una transformación del modelo retributivo, asumiendo la responsabilidad de disminuir la morbimortalidad asociada a medicamentos y desmedicalizando a la sociedad. No hay futuro si no somos los guardianes de los medicamentos y si no nos ponemos del lado de las personas.
Los cambios son siempre políticos. Meses atrás, hemos asistido en Madrid a la Cumbre del Clima, con resultados decepcionantes e insatisfactorios, en un mundo que se resiste a cambiar su modelo productivo y que va a entregar a sus hijos un mundo incompatible con la vida tal como hoy la conocemos. Y qué decir de nuestras cumbres, foros, consensos o declaraciones, esas reuniones de gente que sabe de oídas y de lo que le interesa mientras quienes pueden aportar conocimiento e ideas se quedan fuera. Al menos en la cumbre organizada por la ONU permitieron hablar a la niña Greta Thunberg. Quizá la farmacia necesite su propia Greta, aunque también sirva para que los de siempre se mofen de ella y, de paso, traten de medicalizarla.