El Ayuntamiento de Medina de Rioseco, la ciudad de los almirantes de Castilla, ha puesto mi nombre a una de sus calles y esta generosa concesión me anonada. El almirantazgo, el canal, la salida al mar, siempre la mar, y la metáfora naval de Unamuno a sus cuatro iglesias catedralíceas de Santiago, San Francisco, Santa Cruz y Santa María de Mediavilla, cuatro navíos de páramo: «Hunden tus naves su vuelo en mar seco, tu terruño».
Dar nombre a una calle es un impacto psicológico que no se somatiza con literatura, pues excede a cualquier metáfora; de golpe los personajes son personas vivas que nunca llegarás a conocer ni a merecer en toda su sensible profundidad. Puede que al recibir la noticia la cara refleje el pasmo, pero no creo que exista «la cara de nombre de calle». En compensación sabes que nadie reflexiona sobre el origen del nombre de una calle, su nombre nunca es evocativo; Hermosilla podía haber sido más guapa y Velázquez un jugador de fútbol. El nombre es un denominativo catastral neutro, como Quinta Avenida, Gran Vía o Plaza Mayor, una referencia que clasifica el lugar en planos urbanísticos, guías de teléfonos, tarjetas de visita y recibos de la luz. Un orgullo personal que no es el del mérito propio sino el del honor concedido por alguien (individual y colectivo) que te aprecia, y ese aprecio y deferencia es lo estimable, lo más estimable, quizá lo único estimable de cualquier nomenclátor callejero. Repasar ese elenco de nombres en la correspondiente página web es reconsiderar el talante de la ciudad, de sus regidores, en un momento histórico determinado, y saber que tu presencia es un accidente que puede cambiar en el siguiente pleno municipal, pura contingencia. No creérselo y mucho agradecimiento es la actitud debida. Una desmesura del ego el pensar que han de referirse a ti cotidianamente todos los inquilinos de las casas que configuran tan privilegiado espacio. La calle es la apoteosis civilizada del urbanismo, pero si vives en la de Felipe II podrán preguntarte por el mercadillo de los hippies o el palacio de deportes, jamás oirás una referencia a tan destacado y controvertido monarca. En tu mismidad estás tan satisfecho como sorprendido, pocos regalos acumulan tanta generosidad y también tan complejas contradicciones: una dirección postal no es un modelo de comportamiento. Eres un intruso que ha de conseguir no ser un extraño o al menos no ser una molestia. Es una injerencia en el otro, en tantos otros, que te abruma de vanidosa autoestima, sentimiento a amortiguar anegándote en las gracias, puesto que el agradecimiento es la memoria del corazón. En contra de lo que en principio parece, para una persona lúcida o al menos razonable, dar nombre es un creativo ejercicio de humildad. Castilla en canal es mi versión apasionada del Canal de Castilla, la gran epopeya civil que fue mucho más allá de «obra de ingeniería hidráulica del siglo XVIII» (cartel de carretera), y ahora, de forma insospechada, vengo a nominar un fragmento de la dársena de Medina de Rioseco, uno de los tres extremos de tan extraordinario ejemplo cívico de la Ilustración: demasiada recompensa para un simple escrito. Tantos vecinos, familias enteras acumulando las alegrías y disgustos de su cotidianidad, un nombre en su remite. ¿Cómo sobreponerme a tamaña demostración de afecto? Medina de Rioseco: muchas gracias. Siempre.