No estamos para mucho, la turbulenta estela de la muerte de Steve Jobs por poco me hace olvidar que este año también se falló el premio Nobel de Literatura. Se lo han concedido al poeta sueco Tomás Tranströmer por «sus imágenes condensadas y traslúcidas, que dan un acceso fresco a la realidad», y el hombre, al recibir la noticia, con 80 años y afasia, comentó: «No creía poder llegar a vivir esto». Poco más sé de un poeta que no conocía ni de nombre y que hace realidad el estribillo que reiteramos anualmente, eso de que el Nobel hace que un escritor desconocido en su país pase de inmediato a ser desconocido en el mundo. Lo cual no quita para que esté esperando la edición de cualquiera de sus poemarios o la reedición de El cielo a medio hacer (Ed. Nórdica) donde, según mi fiable amigo Juristo, su poema Los recuerdos me miran, visión de la memoria es un tesoro de sutileza verbal y agudeza perceptiva. Que otros títulos sean Para vivos y muertos y sobre todo el espléndido Góndola fúnebre, me reiteran en que no está uno para muchos trotes por espectacular que sea el crepúsculo. Tras la estela de Steve Jobs, el hombre que le arrebató a Newton el logo de la manzana, me uno a su discurso de: «Recordar que van a morir es la mejor manera que conozco para evitar la trampa de pensar que tienen algo que perder (...) Su tiempo tiene límite, así que no lo pierdan viviendo la vida de otra persona (...) Tengan el valor de seguir su corazón e intuición que de alguna manera ya saben lo que realmente quieren llegar a ser». A lo que me opongo frontalmente es a la idea de que «la muerte es el principal medio de la vida para sostener el progreso». Creo que la conservación de la especie es pura naturaleza, es decir no ética, y que todos nuestros valores morales se centran en la vida individual de cada uno, uno a uno, tan frágil e irrepetible. De no ser así podría suceder la profecía de La galleta verde, en donde, con la disculpa de la superpoblación, al cumplir los 65 o aceptabas la eutanasia voluntaria o te convertías en fugitivo en busca y captura (eutanasia involuntaria). El progreso como satisfacción de necesidades conlleva el riesgo de las necesidades inventadas y ese es mi talón de Aquiles en este maravilloso crepúsculo en donde el amigo Jobs fue, y lo seguirá siendo por una larga temporada, el rey del mambo. No fue un creador en sentido estricto, un creativo, sino un recreativo que basándose en lo ya creado llegó desde su primer Macintosh a la tableta iPad, un centro multimedia y multitáctil para leer, ver, oír y navegar que me maravilla mucho y me desazona aún más. Las cosas, como las personas, las prefiero de una en una. La tecnología, la informática y la virtualidad acumuladas y simultáneas (casi) me transforman en un fugitivo de la tableta o galleta verde, prefiero la paloma mensajera al correo electrónico y me cuesta entender por qué no puedo comprar un teléfono móvil. Mejor dicho, lo entiendo perfectamente, es más negocio vender cinco juguetes juntos que uno solo, nadie me venderá jamás un artefacto que solo sirva par una función única. Los domingos no te venden el periódico si no compras además una serie de suplementos que a saber si te interesan. Y si te interesa uno tampoco te lo venderán solo. Es la marcha del más resplandeciente crepúsculo de la historia. Hace más de medio siglo que nadie puede comprar un litro de leche si no compra también el tetrabrik. A Steve Jobs le llamaron el inventor del futuro, aceptada a regañadientes tanta acumulación, lo único que le reprocho es que con sus juguetes no se opusiera a la obsolescencia programada y a la sistematización de la avería. En cualquier caso, no me lo hagan. Me está alcanzando la edad.