En una carrera de peces, ¿quién es el penúltimo? Vivimos el tiempo retórico de la post posmodernidad, el de España es Expanha, en donde la verdad es una mentira que aún resiste y su resistencia va más allá de la demostración de falsedad; un tiempo de polígrafos y especialistas calígrafos, en donde la oportuna exposición de Elmyr de Hory, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, es metáfora de la patria.
Elmyr es el más famoso y mejor falsificador de la historia de la pintura y sus especialidades; Picasso, Modigliani y otros, sus mejores falsificaciones, no se sabe si están en esta exposición como copias inventadas o en algún museo como originales certificados. Orson Welles profundizó la duda con una fastuosa pregunta, «¿y eso importa?», en su película F de fraude. Si en la novela inventamos la novela picaresca y en ingeniería la técnica de la chapuza, puede que la respuesta a la fastuosa pregunta sea afirmativa. Esa imagen infantil del ascensor de casa de mis padres con un perenne «No funciona». O la conversación de ayer mismo: «¿Cómo has quedado con Fulanito el lunes, si no vas a estar en la ciudad?». «No importa, los dos sabemos que no vamos a ir». Imágenes que se engarzan y extrapolan, dos españoles solo se ponen de acuerdo por un malentendido. Cumplimos y defendemos con más ahínco nuestros privilegios que nuestros derechos, o cumplir con la palabra dada es una imposibilidad de nuestro código genético. No es que no cumplamos, lo que ocurre es que cumplimos antes o después, con tacañería o generosidad, pero nunca la exacta palabra dada. Difícil piedra sobre la que edificar iglesias y sobre la que se alza un constructo con cómodo asiento para la corrupción, la incompetencia y la desidia. Esa vieja paremia de «solo trabaja el que no sirve para otra cosa, de trabajar no quedaría tiempo libre para ganar dinero». Un ámbito sobrecogedor, término que acuñaron los críticos taurinos que aceptaban sobres para escribir crónicas laudatorias y que hoy en día circulan a toda velocidad alentado por noticias de primera plana: «Quisiera hablar con el jefe de compras». «¿Sobre?». «Naturalmente». Muchacho, si no sabes mentir, eres honesto y laborioso, y encima inteligente, este país no es el tuyo. A no ser que tu sentido del humor negro sea una desmesura. Nuestro tiempo laboral se consume con el asunto de los sobres, de las propinas, de las mordidas, el resto para corregir chapuzas, erratas y un cafetito de trabajo. En la portada del boletín mensual de actividades del Ateneo de Madrid se anuncian «exposciones», supongo que se corregirá mañana, ya lleva un año. El «vuelva usted mañana» de Larra es una nimiedad ante el «está reunido» de nuestro tiempo, en donde el tiempo de la reunión depende de las horas disponibles, no de la importancia o complejidad del tema que se vaya a tratar, ni mucho menos de la multitud que espera, e inevitablemente se me agolpan tantas frases repetidas en tantas tertulias, lo del eterno retorno parece cierto. Un palíndromo glorioso: «Son robos, no son sobornos». Una definición de funcionario simultáneamente injusta y acertada: «Buen funcionario es quien sabe dar con un problema ante cada solución que se le plantee». Un refrán imbatible: «Mal de muchos, epidemia». Una sucia letrilla de los Blooming Slabbing: «Coma mierda, un millón de moscas no puede equivocarse». Un absurdo jurídico: «El acusado puede mentirle al juez en su defensa y el juez puede condenarle a penas imposibles de cumplir». Lo de la mentira como metáfora de nuestra realidad nos la descubren en la exposción/exposición de Hory cuando nos informan de que una falsificación suya se cotizó más alta que el original. Y en una carrera de peces el penúltimo es el que precede al delfín.