El año 2015 está siendo el más electoral en mucho tiempo. Andalucía, municipales y comunidades autónomas, Cataluña, elecciones generales… Son tiempos convulsos, y cuando escribo esto faltan unos días para que se celebren las elecciones catalanas y, frente a lo que se dilucida en dichos comicios, las propuestas de las futuras políticas farmacéuticas ni siquiera aparecen en el escenario electoral.
Meses atrás, cuando las votaciones se celebraron en mi tierra andaluza, quise saber lo que los partidos nuevos que habían irrumpido con fuerza proponían para nuestro sector. De los antiguos me daba un poco igual puesto que, dijeran lo que dijeran en sus programas, siempre iban a acabar aplicando esa norma tan española de «donde dije digo, digo Diego».
En uno de los programas de esos nuevos partidos, volví a leer esas manidas frases sobre liberalizar el sector, de acuerdo con ese credo neo-liberal que defiende que disminuye costes, aunque en realidad esconda que lo único que hace es cambiar el negocio de manos, a pocas manos, para que el servicio sea tanto mejor cuanto mayor poder adquisitivo tenga el usuario. Más allá de la opinión política que cada cual tenga acerca de esta ideología, lo que sí subyace en ella es que lo importante es el establecimiento y el producto de mercado, el medicamento, y no el profesional que está detrás. Cabría preguntarse si en estos últimos veinticinco años, en los que tanto ha sonado la «atención farmacéutica», nuestra figura profesional ha sido tenida en cuenta para algo más que para dorarle la píldora con buenas palabras. Las políticas farmacéuticas se han basado en planificación (establecimientos) y en medicamentos (precio, margen comercial, selección y financiación). Nada o muy poco ha habido sobre la valoración del farmacéutico como profesional de la salud. Y, cuando digo valoración, digo apostar por incrementar el impacto sobre la salud de las personas que pueden tener actuaciones profesionales innovadoras que en otros lugares han demostrado ser más que beneficiosas para la sociedad.
Muchas y complejas son las causas para que esto sea así. Dentro de la profesión hay un miedo visceral a abandonar el margen comercial como modelo remunerativo, lo cual no hace sino fortalecer la imagen de que es el medicamento como producto industrial y el establecimiento como tienda especializada los que importan, y no el profesional que trabaja en su interior. Muchos compañeros han asumido cargos con la intención de cambiar esto, pero…
El sectarismo que nos asola como sociedad intelectualmente pobre y su variedad sanitaria denominada «corporativismo» hacen que sea muy difícil implantar políticas de cooperación entre profesiones de la salud. Esto es tristísimo y éticamente deplorable, pero la realidad es que todos los colectivos profesionales sanitarios anteponemos nuestros privilegios al servicio a la sociedad, a pesar de que, desde que las profesiones dejaron de seguir el «hágase según arte» y se hicieron científicas, la cooperación y el trabajo en común son imprescindibles. Y aún más con la extraordinaria complejidad que ha adquirido el término «salud».
Ojalá seamos capaces de romper un día estos círculos viciosos y dejemos de tener miedo a renovarnos. Mudar la piel está en nuestras manos, y no en las cajitas de colores o las cuatro paredes que nos rodean y no nos dejan ver el futuro.