Es el espacio de tiempo, un minuto, que en baloncesto se solicita para recuperar el aliento y charlar del partido. Pasada tertulia de verano con José Fernández de la Sota a propósito de su recién salido Tiempo muerto, un libro de historias de escritores un poco raros sorprendidos en momentos no siempre decisivos de sus vidas, pero todos a punto de escribir el último capítulo de sus biografías (Jacques Rigaut con su Agencia General del Suicidio, ahí queda eso).
No es de extrañar que la charla derivara hacia últimas palabras y epitafios, breves epigramas de autoría dudosa. «!Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!», dicen que gritó Ricardo III de Inglaterra en el fragor del combate poco antes de hacer mutis. ¿Sí? ¿Y quién estaba allí para oírlo y vivir lo suficiente para contarlo? Tampoco la tranquilidad es fiable, ¿de veras el maestro Arrieta dijo: «Si al amanecer me dicen que he fallecido, no me chocaría nada»? Las grandes últimas frases para la posteridad suelen escribirlas los secretarios por encargo de la editorial, los parientes solemos oír suspiros más tenues, tan profundamente humanos como «estoy muy cansado», «me duele», «estoy triste», «¿por qué apagas la luz?». Frases más lapidarias son los epitafios y ahí sí se puede seguir más la pista de quien talló la piedra, tanto como para saber que el epitafio más popular del mundo, el de Julius Henry Marx, más conocido como Groucho, el que reza «Disculpe que no me levante», ni siquiera existe. Y que también es apócrifo e inexistente el que atribuyen al mismo Groucho para su suegra: «RIP, RIP, ¡Hurra!». El de Miguel Mihura en Polloe, el cementerio de San Sebastián, «ya decía yo que ese médico no valía mucho», también es falso. Como es auténtico el que mi amigo el gran poeta hipocondríaco se tiene ya escrito: «Sí, sí, hipocondríaco». No son las frases para la eternidad las que más nos emocionan, sino las sinceras, por ejemplo la de Miguel de Unamuno: «Solo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo». Y la réplica paralela de Miguel Delibes: «Espero que Cristo cumpla su palabra». Quizá nos emocionen aún más las dedicadas con ternura por otra mano, como la de esa niñita desconocida en el cementerio de Torrecasar a la que alguien dice: «Que la tierra te sea tan leve como tú le fuiste a ella». Es cita de Marcial y acierto de sensibilidad extrema. Hay epitafios grandilocuentes que nos regocijan, he aquí una perla: «Aquí reposan los restos de un ser que aunó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes del hombre sin sus vicios». Es la dedicada por lord Byron a su perro. Y hay epitafios que nos regocijan como las películas de terror: «Aquí yace Jane Smith, esposa de Thomas Smith, marmolista. Este monumento fue erigido por su esposo en memoria suya y como modelo. Sólo cuesta 300 dólares». Un tema, este del tiempo muerto, que de ser tertulia de noviembre se hubiese hecho más dramático y existencialista. En tertulia de verano, tiempo ya ido, se encajan mejor algunos directos a la mandíbula. La patética sencillez de un anónimo: «Sombra, ni siquiera sombra». Y la reiteración también anónima de: «Como te ves yo me vi. Como te ves, te verás. Todo para en esto aquí. Esta es la mayor verdad». Vivirás en nuestra memoria, solemos decir los deudos, y el descanse en paz es imbatible. No soy autor de epitafios, después del quevedesco de Luis Carandell para sí mismo, «Fuit» («fue» en latín), cualquier otro me parece frívolo. «The End» («fin» en el cine) es el de Buster Keaton.