Al contrario de lo que el grupo Golpes Bajos cantaba en los años de «la movida», no corren hoy malos tiempos para la lírica; libros, recitales y nombres abundan por doquier, y es raro que pase una semana sin que recibamos alguna cordial invitación para asistir a la presentación de un nuevo libro de poesía. En este marco, la calidad ofrecida puede ser desigual, pero los aficionados sostienen que hay un buen nivel medio y que las distintas maneras de expresividad se abordan desde todos los ángulos.
«No hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo», le suelta don Quijote al hijo del señor del castillo al que el caballero llega en el capítulo XVIII de la segunda parte, y don Diego, que enarbola una leve protesta, recibe una invitación para leer sus glosas en voz alta y acabará haciéndolo para no parecer de aquellos poetas que, cuando les ruegan sus versos, los niegan y, cuando no se los piden, los vomitan.
Y es que, fuera de los espacios convenidos, al poeta no le es fácil encontrar el ambiente adecuado para expresar su oficio, y con frecuencia escoge la situación más inapropiada. Me ocurrió en un viaje en autobús, cuando no había teléfonos móviles para ensimismarse. No conocía a mi compañero de asiento, pero era culto y mantuve con él una sostenida conversación durante el camino. Pronto hablamos de poesía. Parecía estar a gusto y por eso me sorprendió que, en cuanto quise leerle un poema, me dijera desabridamente: «Usted será uno de esos poetas fracasados, que pretenden ponernos siempre cara al verso».
No quise ser descortés, pero no salí contento. Los comportamientos extravagantes se manifiestan por sí solos, y me di cuenta de que mi vanidad se había resentido, una de las tres tentaciones que deben combatir los escritores. Las otras dos son la frustración y la envidia.
La frustración consiste en pensar que el mundo no reconoce nuestros indudables méritos, y que por mucho que lo intentemos habrá siempre un prejuicio contra nuestra insignificancia:
− Cendal flotante de leve bruma.
− Es un verso muy malo.
− Pues es de Bécquer.
− Entonces es muy bueno.
La envidia es aún peor que la frustración, pues se refiere a nuestros compañeros de oficio, nos impide alegrarnos de sus éxitos y es, de entre los siete pecados capitales, el único que no tiene alguna arista amable, compensatoria.
Pienso que deberíamos ser un poco más lúcidos y estar preparados para resistir a la envidia, a la frustración y a la vanidad. Estas tres tentaciones no son exclusivas de los artistas, pero arruinan su felicidad. Y en las alas inmateriales de la poesía desentonan de forma lamentable. Con frecuencia lo único que pretendemos es ocultarlas, cuando deberíamos dedicar todos nuestros esfuerzos a extirpar su raíz.
De las tres, la más extendida es la vanidad, aunque una pequeña dosis pueda ser necesaria para afirmarse y mantener el impulso de escribir. Bien mirada no depende de su objeto. Hay tanta vanidad entre los jugadores de petanca como entre los miembros de número de la Academia de Doctores. Nadie es inmune a ella. Excepto yo, naturalmente, que siempre me he sentido orgulloso de ser humilde.