Iñaki Urdangarín está en prisión y llegó con poco equipaje, dejando fuera de los muros carcelarios menos amigos de los que esperaba. Eligió la prisión abulense de Brieva, que cuenta con un módulo para albergar a 95 internas y otro especial destinado a hombres, hasta ahora vacío. Sólo estará él. Pero llamarlo módulo es mucho decir, porque es un simple pasillo con cinco celdas de 2,5 por 4 m2. Todo ello en soledad. Mejor dicho, en soledumbre. En momentos puntuales estará acompañado por una psicóloga, un consejero espiritual y algún funcionario. No podrá compartir actividades productivas, escuela o cursos con las reclusas. Eso sí, dispondrá de un patio de 25 metros cuadrados para pasear.
¿Trato de favor? No lo sé. De hecho, ha elegido lo más duro. Ahí no hay privilegios. Horas y horas sin hablar con nadie, sin que nadie le hable. El titular de un periódico lo exageraba aún más: «La atroz soledad de Urdangarín, sin wifi y un solo funcionario cada 8 horas».
La soledad, en ocasiones, es buena consejera... hasta que el tedio se hace insoportable. No siempre estamos preparados para vivir en soledad, y menos aún cuando uno ha pasado media vida adulado por todos. Concepción Arenal, ilustre penitenciarista, era contraria al sistema que imperaba en su época de permanecer durante el día bajo la regla del silencio, y más contraria aún al aislamiento, porque, para ella, así como el hombre necesita cierto volumen de aire y cierta dosis de alimento, también necesita cierta dosis de compañía, ya que tan seguro como que respira y come lo es que es sociable y, si en cualquier situación necesita compañía, más aún en las horas bajas, cuando tu vida ha dado un vuelco.
La soledumbre, o soledad elegida de Urdangarín, podría ser más llevadera si se refugia en la lectura o la escritura, como hicieron otros antes que él. Porque la soledumbre es a veces gran maestra y, en esa situación, el comenzar a escribir con buen estilo no es una quimera. Cualquier cosa menos la ociosidad.
Cervantes, acusado de quedarse con dinero del erario público cuando era recaudador de impuestos en Sevilla, en 1597, estuvo en prisión, y en prisión comenzó a crear su Don Quijote de la Mancha.
Quevedo, afamado escritor de familia hidalga, noble y potentado, estuvo alojado en la cárcel de San Marcos en pleno invierno y en una celda subterránea. Incluso llegó a describir su habitáculo: «Tan húmeda como un manantial, tan fría que nunca deja de parecer enero. Tiene más traza de sepulcro que de cárcel». En sus cartas afirmaba: «Estoy molesto, difamado, como fiera encerrado, solo en un aposento sin comercio humano».
Algunas de las obras literarias más importantes de todos los tiempos se escribieron en cautividad.
Urdangarín ya ha sido clasificado en segundo grado penitenciario, una medida que se establece a los dos meses de entrar en prisión, y que obtienen la mayoría de los presos. Se comenta que probablemente escribirá sus Memorias durante el internamiento. Podrían comenzar como en un cuento de hadas: «Érase una vez, en un reino cercano...», y concluir, ya en libertad, emulando a Fray Luis de León en el siglo XVI, quien, después de un encarcelamiento de cinco años por traducir libros prohibidos, cuando salió libre y regresó a su cátedra comenzó su clase así: «Como decíamos ayer...». Unamuno también empleó esa frase después de un exilio forzado tras ser expulsado de la universidad.
Los finales, sin embargo, nunca son sencillos de narrar, bastará con que nos lleve al conocimiento de una verdad insospechada que emerge y da sentido a todo.