Julian Barnes (Leicester, 1946) sigue en estado de gracia. Después de deslumbrar a los lectores con El loro de Flaubert, escribió varias novelas con desigual fortuna y acierto, para entregarnos, estos últimos años, tres joyas: El sentido de un final, Nada que temer y su última obra, El ruido del tiempo (2016), centrada en la vida de Shostakóvich. Es un libro breve, que se lee de un tirón y no sólo está dirigido a los amantes de la música o los admiradores de Shostakóvich.
El texto, frío y distanciado, como conviene para describir un auténtico drama, muestra todas las desgracias padecidas por el compositor soviético, sus muchas flaquezas y debilidades, sus miedos y cobardías, su desigual relación con el poder, que lo quiso convertir en un músico del régimen, en el músico del régimen, el Beethoven rojo soñado por Stalin. De hecho lo consiguieron: Shostakóvich se humilló, aceptó todo tipo de vejaciones, compuso partituras infectas en honor del socialismo, criticó a Stravinsky en público, aceptó que el régimen le escribiera los textos que él firmaba, llenos de iniquidades. No contento con eso, el régimen alardeó de la obra de Shostakóvich, lo puso como ejemplo de la superioridad del hombre soviético: el comunismo no sólo creaba una sociedad igualitaria que progresaba más que el capitalismo, además enviaba cohetes al espacio y tenía al mejor músico del momento: el pobre Shosta.
Es mérito de Barnes no juzgar al personaje, aunque es obvio que lo trata con indulgencia. ¿Cómo criticar a un hombre que estuvo mucho tiempo durmiendo vestido, con la maleta hecha al lado de la cama, por si aparecían los comisarios y lo detenían? Educado en extremo, tímido e inofensivo, quería, si lo apresaban de noche, no molestar, no hacer ruido, no incomodar a nadie, tampoco a sus familiares. Sin embargo, nunca lo detuvieron: el régimen se dio cuenta de que le era más útil en libertad vigilada, asustado, acobardado, componiendo al dictado, rebajándose, haciendo cuanto el Partido le exigiese, si bien evidenciando su falta de entusiasmo, su aceptación de que mandaban sobre él, aunque en realidad no compartía las opiniones que ponían en su boca. Al régimen eso le traía sin cuidado.
Hay una anécdota estremecedora: Shosta es citado a declarar, y un inspector le indica que saben que ha estado en contacto con conspiradores que planeaban asesinar a Stalin, que sin duda él oyó algo de interés en esas conversaciones, que haga memoria y vuelva el lunes a informarle. Como Shosta no sabía nada del asunto, se dio cuenta de que era hombre muerto, y el lunes se presentó en la comisaría y preguntó por el inspector, convencido de que le detendría y sería confinado en un gulag. Pero el inspector en cuestión no estaba y nunca volvería: también él había sido purgado. Shosta volvió a su casa y, a partir de entonces, fue celosamente vigilado y utilizado. Con todo, encontró espacios de libertad, y sus sinfonías, que el régimen quería patrióticas, grandiosas y heroicas, son a menudo sarcásticas y ponen en tela de juicio el relato oficial del régimen. Cuando esperaban una apoteosis que celebrase la victoria sobre el nazismo, Shosta compuso la octava sinfonía, una obra pesimista y sarcástica, una cumbre de la desolación. Posiblemente pensaba que no había tanta diferencia entre comunismo y nazismo, y que era grotesco celebrar la victoria comunista cuando eso suponía la persecución y el exterminio de todos aquellos que no fueran considerados válidos por el régimen para sus propósitos. Y él lo era, de modo que fue encumbrado y reiteradamente galardonado, incluso con el Premio Lenin en 1958.
No le recordemos por su cobardía ni por su marcha para la policía soviética, sino por su dolor y sus mejores obras. Gracias, Shosta.