El verde brillante de las hojas de las vides marineras se ha ido dorando durante el verano. Las cepas viejas, negras y retorcidas, están grávidas de racimos dulces. Todo está preparado para la fiesta del final de verano. La vendimia está a punto de llenar las tinas de acero del jugo de las uvas preñadas por el sol. Es un parto esperado que cada año se celebra con entusiasmo renovado.
La esperanza y la ilusión huelen a frutas maduras. Los racimos de uva están en el momento adecuado para ser exprimidos con un abrazo apasionado. En estos días que conservan aún el calor del verano, un mar de mosto dulce empezará su maduración. Los enólogos, como los antiguos alquimistas, guiarán con sabiduría su mágica transformación en un vino color de sangre. Una fórmula secreta que esconderá en sus aromas más ocultos la historia de esta tierra escalonada por la piedra seca.
Septiembre es un mes lleno de esperanza, la de la nueva vida. Un mes en el que la oscuridad del invierno se otea aún con optimismo, se afronta la certeza de su desembarco con fuerza renovada, tal vez imprudente. La ilusión reverbera en el horizonte un espejismo que a medida que avancemos se desvanecerá al mismo ritmo que iremos olvidando las aguas tranquilas de las tardes de verano.
Pueden ser los paseos solitarios por los caminos rodeados de viñedos, o los poemas leídos en la terraza frente al sol domado por la tarde, o las noches de caricias sin final, puede ser incluso el olvido del tiempo. ¿A quién le importa el motivo? En septiembre transcurren, casi sin dejar rastro, las horas más plácidas del calendario.
Tanta placidez parece que molesta a muchos, a esos que no paran de bombardearnos con la idea de que el paréntesis se cerrará pronto y que la vida, la vida de verdad según ellos, la que produce, la que genera riqueza, está a punto de volver. Nunca se ha ido, se atreven a decirnos con la desfachatez del que se siente dominador, y nos recuerdan con sadismo que somos unos ilusos, que la neblina del verano la ha desenfocado, pero que la vida real siempre ha estado aquí, esperándonos.
Los anuncios, el mercado, las empresas, viven en otro mundo. Un mundo distinto que no sabe de espejismos poéticos, sólo conoce ilusiones prosaicas. Un mundo ocupado por un bosque de tótems inconsistentes a los que nos sujetamos con fuerza, incluso con fiereza. Es el mundo en el que todos ellos quieren que vivamos y en el que nos quieren presos en una gran noria, viajando sin final.
Muy pronto fui consciente de esa sorda batalla que se libra cada año en septiembre. Ya de niño, recuerdo con un ligero estremecimiento las meriendas con pan, vino y azúcar, sentado en la cocina situada en el rincón más fresco de la casa mientras, desde la televisión, me lanzaban cuñas que se clavaban en mi cerebro anunciando zapatos de cordones y carteras para los libros del nuevo curso «que ya está aquí». Desde esos días empecé a tomar conciencia de lo subversivo que era ser absolutamente feliz, porque en esos días de final de verano, con mi merienda, yo lo era, y ya entonces empecé a notar que a algunos les molestaba que lo fuera.
La vuelta al colegio, los exámenes de septiembre, la vuelta al trabajo, todo lo que los voceros se empeñan en calificar de normalidad acaba desfigurando el rostro amable de mi mes favorito. El murmullo de la brisa suave jugando entre las sábanas blancas se acaba confundiendo con el ruido de las ruedas dentadas del reloj que nos espera. Septiembre también es ese mes. Un mes atribulado.
El tercer curso ha sido una carrera de obstáculos para Luis, el hijo de Clara, con la que cada tarde de septiembre nos disputamos desde hace años las últimas caricias del sol. Él ya no viene a nuestra playa, pero le he visto corretear por la playa cuando era un niño y disfrutar chapoteando donde rompen las mansas olas, como yo lo hacía con las meriendas con vino. Ahora es un joven que parece vivir en la contradicción de septiembre. Él no es un mal estudiante, pero la vendimia pasada se envenenó con el olor de la uva madura.
Una perturbadora adicción lo poseyó y le ocupó demasiado espacio como para poderlo compartir con los estudios de farmacia. Salía de casa pronto por las mañanas. Caminaba rápido y recorría los caminos resecos entre los viñedos.
Durante esos paseos conoció a Jesús Pinard, un viticultor vocacional que cuidaba unas viñas en una vieja finca familiar que poco a poco iba reconstruyendo. Le contó su proyecto. Pretendía recuperar las terrazas que la filoxera devastó en tiempos de su bisabuelo; cada año, su ilusión era poder ver las viñas verdes encaramándose por las laderas de la sierra que iba a descansar en las aguas del mar que le había visto nacer.
Los farmacéuticos tienen algo de enólogos. Te vas a parecer a mí, cuando lo seas. Intentáis descubrir la fórmula perfecta. Esa que es capaz de curar los males del cuerpo. Yo intento lo mismo, con los del espíritu.
Jesús era de pocas palabras, pero sabía encontrar las precisas. Poco a poco, el veneno de esta tierra seca, de caminos polvorientos perfumados por el hinojo y de laderas escarpadas decoradas por las chumberas, calaba la piel morena de Luis.
Los males del cuerpo preocupan a mucha gente, a todos nos preocupan. Todos esperan que yo también aprenda a curarlos, pero cada vez me atrae más conocer los secretos de esta tierra y la fórmula escondida en los racimos de uva.
Tu vida es distinta a la mía. Tu vida también es la vida de los que esperan que sea de una determinada manera.
Septiembre es un mes en el que la frontera aparece con toda su fuerza. Cada año durante muchos años. Mientras queramos verla.