En farmacia los consejos con más pegada los tiene secuestrados la televisión. Es como una condena. Hasta hace unos años, el farmacéutico podía envolver la dispensación de un fármaco con argumentos científicos y contrastados sin que el paciente los cuestionara. Pero de un tiempo a esta parte batallamos contra un fantasma inasible que se manifiesta por boca del mismo paciente. A mitad de camino de tu mano al estante y de elaborar un comentario adjunto, escuchamos desde el otro lado del mostrador las santas palabras: «Mire usted, mejor deme lo que sale en la tele». Cinco años de carrera a tomar viento.
Comparado con la tele, no ha habido en la historia de la Humanidad ningún emperador, profeta, oligarca o sultán que poseyera ni por asomo el mismo poder de manipulación. Solo Internet podría quizá disputarle el laurel, si bien como triturador de cerebros todavía es un segunda división entre la clientela clásica de una farmacia de calle.
Igual que los bolcheviques conquistaron el Palacio de Invierno, la televisión ha colonizado la capacidad crítica de los ciudadanos y, con ello, su libre albedrío. Abocados a la conexión diaria con la pantalla de plasma, casi siempre en la reunión familiar alrededor de la mesa, celebramos la liturgia doméstica de la fumigación del juicio propio, de la amputación intelectual, para así seguir atrapados en la telaraña del pensamiento clónico.
Entre el anuncio del último prodigio de la industria automovilística y el de la mejor opción para que tu olor corporal no diezme al pasaje de un ascensor, aparecerá en pantalla el de un protagonista sólo levemente descalabrado –nada grave: estornudos, piernas cansadas, jaquecas, a lo sumo una contusión– en un entorno reconocible: hogareño o callejero o laboral, no importa. Manejando frases con su punto de retórica hueca, el sufrido personaje encontrará la solución inmediata a sus molestias con un fármaco que a los boticarios nos suena a viejo amigo. Porque nunca es rutilante novedad, sino uno que ya ha sido amortizado vía financiación. Tampoco es obstáculo que su precio duplique o triplique el de otros con formulaciones actualizadas incluidos en el sistema público. O lo que el mismo fármaco costaba antes de exhibirse en la tele. O sea, lo de siempre. O sea, el humo de la publicidad. Que tampoco es, dicen los expertos, para que a nadie se le salten los plomos de la conciencia.
Sé que no descubro nada, las maniobras televisivas con medicamentos vienen de lejos. Pero el subsuelo de este fenómeno ha tomado nuevas derivas con el descomunal abaratamiento de las presentaciones financiadas, con el todo a cien entregado desde una bata blanca en la que cuelga una placa con un título universitario. La de un profesional que, encima, ha dedicado bastantes minutos a dispensar cada receta electrónica. Ante tal panorama, los laboratorios tiran de pragmatismo, y para compensar que en algunas referencias no se comen una rosca, previo retoque de calculadora solicitan la vitola de publicitario en fármacos de su vademécum con antigua y reconocida inserción en el mercado. Con una campaña bien planeada los beneficios suelen estar garantizados, pese al coste feroz de cada segundo de publicidad.
«Deme usted lo que sale en la tele», y los números vuelven a cuadrar. En resumen, la legendaria tentación gatopardesca de aliarse con el disfraz para sobrevivir.