Resulta cuanto menos paradójico que, siendo el medicamento la herramienta terapéutica más utilizada en la atención sanitaria de cualquier país, el profesional que lo maneja en el ámbito de la atención primaria, la asistencia universal esencial accesible a todos los individuos y familias, la que utiliza la inmensa mayoría de las personas durante la mayor parte de su vida, esté fuera del sistema.
Resulta chocante, y por qué no, contradictorio, por muy familiarizados que estemos con el sistema, que el profesional que debe velar por que el medicamento se convierta en una herramienta terapéutica, y no en un arma de destrucción masiva, perciba sus honorarios profesionales en función de un margen comercial por la venta de medicamentos.
Resulta curioso que en la era de Internet, de la prescripción electrónica y de otras nubes diferentes a las de la meteorología, el profesional salvaguarda del medicamento se parezca a un soldado romano, y empuñe su navaja de propaganda para agujerear cuantas cajas de medicinas salgan de sus estanterías.
Resulta descorazonador saber que, desde hace ya muchos años, uno de los problemas más graves de salud pública que se conocen esté asociado a la morbimortalidad relacionada con el uso de los medicamentos, y más aún constatar que no se hace nada por combatirlo, a pesar de que existe una tecnología sanitaria que ha demostrado su coste-efectividad, que ahorraría gastos a las arcas públicas y sufrimiento a la población que las dota pagando sus impuestos; una tecnología que, además, daría empleo y minimizaría la frustración de aquellos profesionales a los que les gustaría sentir que la carrera que estudiaron y la profesión que ejercen sirve para algo más que para gestionar y agujerear cajitas o recaudar impuestos.
Resulta desconcertante ver cómo los políticos de cualquier signo recitan ese mantra de que nuestro sistema sanitario es el mejor del mundo, como si no fuera, a la vista está, mejorable con novedosas tecnologías sanitarias y nuevos roles sanitarios. Resulta curioso verlos envolverse en las banderas de los colores que más les favorezcan, y atragantarse de buenas o malas palabras, huecas todas, para acabar no diciendo nada. Resulta, al fin y al cabo, bochornoso, ver cómo se suben al carro que más rédito electoral les da, mientras dejan morir a quienes no protestan.
Resulta asombroso asistir a la celebración de nuestro liderazgo en trasplantes, cuando detrás de ello, además de unos profesionales excelentes, hay unas elevadísimas cifras de accidentes de tráfico que facilitan donantes, o un descontrol enorme en enfermedades como la diabetes, que podría controlarse mejor con esa tecnología sanitaria que se niega. Y es que hay negacionistas no sólo de las teorías de Darwin, sino de la gestión integral de la farmacoterapia, con su inherente Santa Inquisición que los acompaña.
Resulta patético, frustrante, presenciar esto cada día, pero también resulta esperanzador saber que hay farmacéuticos irreductibles que no se van a rendir, que desde su aldea gala están dispuestos a resistir, a formarse como una secta en sus catacumbas, a aguantar en la oscuridad para que un día salga el sol para su profesión –o para lo que quede de ella– y puedan iluminar con su trabajo un nuevo presente para ellos y para los ciudadanos a los que sirven.
Resulta que, por muy larga que sea la noche, siempre, siempre, acaba apareciendo el sol. Y nada ni nadie podrá impedirlo.