Recuerdo con añoranza las conversaciones que mantenía con mi padre sobre el progreso. Él era un firme partidario de que, a pesar de mis objeciones, el progreso existe y se acumula, de que el hombre evoluciona positivamente y de que, en el futuro, desaparecerán las guerras y los estados y existirá una especie de gobierno universal que instaurará la paz y la armonía. Yo le hablaba de los horrores del siglo xx, y ponía en duda sus optimistas predicciones.
Quizá por culpa de mi afición temprana al psicoanálisis y a la mitología y la simbología, tenía entonces una visión cíclica y desalentada de la historia, y me parecía que el progreso, como las patrias o los dioses, es uno de tantos artilugios creados para hacer más soportable la realidad. Supongo que el progreso tiene poca aceptación allí donde predominen la escasez y la pobreza.
Me acuerdo del optimismo de mi padre al ver cómo se desmorona la sociedad del bienestar en los países del sur de Europa, y al ver el incremento del fundamentalismo en los países musulmanes del Mediterráneo, donde las dictaduras laicas y corruptas han sido sustituidas por un retorno al islamismo. Pero estoy seguro de que él sonreiría hoy ante mis objeciones, como hacía siempre, y me diría que yo no lo entiendo, que todo es cuestión de tiempo, que una década no es nada y que más allá de los avances y retrocesos se acumula el progreso, ese progreso en el que yo no sé si él creía realmente o si lo decía para hacerme rabiar, como tampoco sé si yo creía realmente que no existe el progreso o lo decía para jugar a contrariarle. A los dos nos gustaba ese debate, quizá porque ninguno de los dos creía realmente en lo que defendía. Él era en realidad un escéptico y un bromista, y no creo que realmente pensase que el futuro de la Humanidad será un gobierno que instaurará la armonía universal. Era demasiado inteligente para ser al mismo tiempo tan cándido, aunque con las personas nunca se sabe. En cuanto a mí, ni creía ni dejaba de creer en el progreso, pensaba que el hombre necesita muchas invenciones para sobrevivir desde que desarrolló la conciencia y se puso a reflexionar sobre su existencia, y desde entonces ha construido no pocas fantasías y alguna que otra alucinación.
Yo le decía que se han cometido muchos crímenes en nombre del progreso, y le ponía como ejemplo la revolución francesa y el comunismo, y él volvía a sonreír y me decía que sí, pero que eso lo remediaría el tiempo, a lo que yo le replicaba que cómo puede acumularse el progreso a partir de la sucesión de épocas en que no existe, y él volvía a sonreír y me decía, «pero Juan, es que falta mucho, mucho, muchísimo tiempo».
Ahora, con los acontecimientos de este siglo xxi que no ha producido todavía nada de provecho y que ve aumentar la pobreza, el terrorismo, las guerras y las incertidumbres, ante la gran recesión que nos devuelve a la realidad y nos despoja de la ilusión de una vida segura y próspera, yo lo tendría más fácil para hacerle rabiar y a él le sería difícil argumentar que, en estos doce años, ha existido algo que pudiéramos denominar progreso. Claro está que él me diría que todo es cuestión de tiempo, y en eso me vería obligado a darle la razón. Pero quizás ahora cambiaríamos los papeles, él se mostraría más escéptico y, como buen bromista que era, cambiaría de bando para argumentar que quizás el progreso no existe, y entonces yo me vería obligado a llevarle la contraria para decirle que sí, que sí existe, aunque nada así lo evidencie. Lo que pasa, le diría, es que se trata de una cuestión de tiempo y a base de mucho, mucho tiempo, existirá un gobierno universal que asegurará la libertad y la justicia y viviremos todos en armonía y paz, tesis con la que supongo que él, ahora, no estaría de acuerdo, y entonces él me reprocharía mi candidez y yo podría echarle en cara, por fin, su pesimismo y su falta de fe.