Los caminos viejos, esos caminos dibujados por los burros cargados de leña o de los frutos de la vendimia de los viñedos verde claro que se encaraman por las laderas soleadas cerca del mar, guardan en la memoria de sus piedras, bruñidas por los pasos de antiguos caminantes y marcadas por las muescas de las pesadas ruedas de los carros que son como cicatrices del tiempo en las rocas, las historias de las aventuras y las desventuras de los viejos pioneros que los abrieron.
Las últimas casas de Selva de Mar resiguen el cauce, casi seco los meses de verano, del tramo de la riera de Selva que penetra en el núcleo urbano. Es una zona de vegetación más frondosa que el seco entorno, en la que es agradable sentarse a la sombra, en las mesas de piedra instaladas alrededor de la Font dels Lladoners. Una vez abandonado este rincón, el riachuelo rodea el pueblo y se desliza por el pequeño valle hasta las arenas de la playa, para acabar difuminándose en el mar.
Mientras recorres, protegido por la sombra de la ladera del macizo de Sant Pere de Rodes, donde está situado el cementerio de Sant Sebastià en el que descansan los muertos ordenados mirando hacia la bahía de Port de La Selva, la calle antigua que resigue el tramo final del tajo abierto por las estacionales aguas que descienden, entre las viñas recuperadas del Mas Estela, desde la Muntanya de Verdera coronada por el Puig de Queralbs, tienes la sensación de seguir una senda escondida que te llevará hacia un rincón en el que podría acabarse el mundo. Es como un pequeño viaje hacia el fondo de un pozo o hacia el lado oscuro de la luna.
No es un trayecto ni largo ni peligroso, no es ninguna aventura por algún recóndito y exótico país, pero las mañanas de agosto, cuando lo recorro, sólo, en mi bicicleta, sin otro compañero que el viento volando entre las rocas y las hojas, pienso en los antiguos transportistas que iniciaban aquí el viaje hacia la Bahía de Roses.
Los imagino trajinando con sus animales cargados de mercancías hacia el puerto de Empúries, encaramándose por esos caminos, serpenteando entre terrazas repletas de unas viñas aún a salvo de la plaga de filoxera que unas décadas después arrasaría las cepas viejas, introducidas en el Ampurdà por los griegos, y que en tan sólo 15 años fueron diezmadas por la eficacia letal de las moscas de la especie Dactylosphaera vitifoliae que antes ya habían arrasado las viñas plantadas más allá de los Pirineos. Una plaga transnacional que se inició en 1863 en el departamento de Gard, en el Languedoc, que tiene el triste honor de ser la puerta de entrada del Viejo Continente de la mosca originaria del este de Estados Unidos. Los imagino, después de una lenta ascensión, fatigados por el viaje y con la ilusión de la comida caliente, mientras descienden por el camino de la vertiente sur del macizo, que en su trayecto final pasa entre las fortificaciones de Palau-Savardera y del Castell Bufalaranya.
Los días que la pereza, el estado espiritual que me atenaza en agosto, no lo hace con suficiente intensidad, recorro esos caminos polvorientos, resecos por el sol y, en el tramo en el que ya diviso la llanura azul del Golfo de Rosas, me acerco a las paredes toscas de pizarra negra del viejo castillo, caídas por el paso del tiempo y por el peso del olvido, pero que aún conservan algún trazo ornamentado con piedras colocadas en opus spicatum que son como antiguos recuerdos materiales de los años de esplendor que tuvo el viejo castillo a principios de la Alta Edad Media. Me gusta estar cerca de esas piedras milenarias de las que tenemos noticias escritas desde hace más de mil años, cuando aparece documentado con el nombre de castillo de Pinna Negre en los papeles relativos a la donación que el conde Gausfred I d'Empúries-Rosselló realizó en el año 974 al cenobio cisterciense.
Me gusta sentarme en el centro de lo que fue la torre del homenaje, y desde esa privilegiada situación dejar que la vista atraviese la abertura que tiene el muro orientado hacia el este y se expanda hasta la cima del Peni, un antiguo punto de vigía sobre el golfo y que ya en épocas modernas fue ocupado por el ejército de EE.UU. para usos estratégicos con una edificación con una forma característica que recuerda, así me lo cuentan los ampurdaneses con socarronería, a las gónadas hipertrofiadas de Nixon.
Aquí, en este punto, en esta tierra, en este tiempo, ahora, rodeado de las piedras que son testimonio de mi historia tengo envidia de los que construyeron este castillo, de los que levantaron las terrazas en las que las viejas cepas dieron los frutos codiciados por nuestros vecinos del norte, que después supieron otorgarse la categoría de maestros en el arte del cultivo de las vides. Imagino a los héroes que defendieron su posición dentro de estas gruesas paredes de los ataques de los sarracenos y de los piratas, y los honores que recibieron por su valentía y sacrificio.
Aquí, a pleno sol, acompañado por la música adormecedora de las cigarras, en este momento perfumado por el tomillo coloreado por el hinojo, me doy cuenta que esos tiempos de antiguos héroes ya pasaron y que ya nadie va a reconstruir estas ruinas, que a lo que más que pueden aspirar es a recordarme épocas perdidas.
Siempre que supero mi pereza veraniega me acerco hasta aquí. Tengo la absoluta certeza de que voy a vivir una especie de esquizofrenia que me sitúa en el centro de la historia derruida. Es la llamada de la nostalgia, es una espiral que profundiza en el útero de la historia en el que me siento protegido, es el bálsamo que calma el intenso escozor que me provoca lo que me queda por vivir, el reto que todos los pioneros tienen la obligación de superar, lo que la vista logra sin aparente esfuerzo al traspasar la vieja ventana y que, en cambio, tantas lágrimas nos cuesta. El reto de ganar el futuro.
Pero, ¿Y la farmacia?
Pues eso, también.