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  • Personas en vías de extinción

El teatro Valle-Inclán está en la plaza de Lavapiés, la plaza no hay quien la reconozca pero sigue siendo la de siempre salvo que con la mayor concentración de restaurantes indios por metro cuadrado del mundo, todos con menú tandori, curry y vegetal. En el teatro representan una obra de Peter Handke de estimulante título: Las personas no razonables están en vías de extinción. Me gusta Handke, autor viajero, durante muchos años persona sin remite postal, un irónico al que lo de «personas no razonables» se le va hasta el sarcasmo. Dirige Lluís Pasqual (el del Lliure) y dice que se preguntó: ¿Tiene algo que decir el teatro acerca de la actual crisis de la economía y de otros valores intangibles? Y eligió esta función en donde el protagonista, un tal Quitt, es el gran tiburón capitalista, rey del monopolio de todos los monopolios: alguien en busca del impulso de irracionalidad que dé sentido a su vida. Un ajuste de cuentas demoledor contra el capitalismo sin fronteras y un lamento porque la clase trabajadora ha perdido la palabra. Un texto y una representación impecables salvo que algo me desasosiega, algo muy similar a lo que me ha ocurrido en la plaza antes de entrar en el teatro. Algo «ya visto», un eco más que una voz, algo que despeja su duda cuando caigo en la cuenta de que la obra de Handke es de 1974. No está hablando de la crisis actual, por aquel entonces todavía estaba vigente el pensamiento aristotélico. Esa frase final de «Llega el tiempo de las máquinas de pensar y ya no habrá nada irracional» se habría escrito de otra forma. «El pensamiento artificial no evita que los problemas sigan siendo reales», podría haber escrito. Y el desenlace resulta anacrónico, los capitalistas desaforados ya no se suicidan por un exceso de éxito, eso ocurría hace un siglo y era por vergüenza si eran descubiertos no en su quehacer productivo sino en trapicheos financieros. Hoy el tiburón financiero es un prócer. El genio imaginativo del amigo Peter se conserva incólume en un detalle, un destello que me reconcilia con la obsolescencia de la obra. En sus grandes almacenes (una de sus infinitas empresas, las tiene hasta farmacéuticas y menos mal que ni las cita), para promocionar un producto lo incluye en la lista de best-sellers que exhibe en su mejor escaparate: «Lista de los diez productos más robados este mes». Fantástica idea aún no puesta en práctica por las grandes superficies. En paralelo, en otra noche de lluvia ácida, en el Teatro Guindalera, por el barrio de la Guindalera y entre establecimientos chinos, un espacio de privilegio para no más de 62 espectadores adictos, El fantástico Francis Hardy, curandero, del irlandés Brian Friel. Este dramaturgo semioculto, innovador del teatro de texto, nos habla aquí de la frágil dependencia del artista ante la casualidad del talento. Frank no tiene el don pero actúa como si lo tuviera y a veces, muy raramente, cura. La cosa acaba mal, como no podía ser de otra forma, pero lo más desolador es el pensamiento de Frank sobre su oficio de milagros a precio fijo, o la voluntad, depende. «Los pacientes no van al curandero como última esperanza, sino para conseguir convencerse de que ya no les queda ninguna esperanza». Algo también «ya visto» y anacronismo perenne. Al final, en el Guindalera te dan un aguardiente con guinda y puedes hablar con los artistas. Comentamos que sí, que las personas no razonables están en vías de extinción y las razonables ya extintas. Como dijo el farsante y atormentado Frank: «Las penas con whisky apenas».

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