De un tiempo a esta parte, quizá por mi peregrinar por hospitales y ambulatorios, oigo una y otra vez comentarios sobre el sueldo de los médicos. La prensa también se ocupa de lo mismo. Las cifras barajadas no dejan lugar a dudas: es una profesión muy mal pagada comparada con las exigencias. Notas de corte más altas para matricularse en la carrera, años y años de estudios porque nunca acaban de prepararse... Y todo para conseguir sueldos mileuristas. Guardias que se pagan a cincuenta euros, dependiendo de la comunidad autónoma en la que ejerzan su profesión y de si se trata de sanidad pública o privada... Y estas retribuciones extra, además, pueden bajar con los recortes. Sin duda, es una profesión vocacional, porque, por otro lado, se enfrentan a presiones por parte de enfermos o familiares de éstos.
A este paso volveremos al pasado, cuando el grano de trigo, cebada o avena eran unidad monetaria y una forma de pago para médicos y boticarios. He aquí una muestra de lo que pagaban a los médicos a mediados del siglo XIX:
Vacante de cirujano del pueblo de Munárriz, provincia de Pamplona: setenta robos de trigo (un robo equivale a 22 kg de peso) libres de contribución.
Cirujano de la villa de Herrín de Campos, provincia de Valladolid: su dotación consiste en ciento sesenta fanegas de trigo, cobradas por el facultativo por reparto vecinal, y en dos fanegas de trigo por cada señor eclesiástico y su criada, todo libre de contribuciones.
¿Y los boticarios del siglo XIX? Releyendo anuncios publicados en la Gaceta Médica, se aprecia que, mediado el siglo XIX, las boticas eran escasas en los pueblos, siendo imposible encontrar medicamentos básicos para cuidar la salud. No servía de nada contar con un médico cirujano si no había botica ni existencias. Los sufridos vecinos se veían obligados a desplazarse a la ciudad más cercana para hacerse con la medicación necesaria. De ahí los anuncios que se publicaban en la Gaceta Médica ofreciendo los Ayuntamientos trabajo a boticarios que quisieran optar a la plaza «para alivio de los vecinos», con un sueldo de poco más de dos mil reales anuales pagados del caudal de Propios, casa gratis libre de contribuciones y con leña, con la obligación por parte del boticario de dar medicina de balde a doce pobres designados por el Ayuntamiento que padecieran enfermedades agudas, porque los enfermos crónicos podrían ser una gran carga económica para él. Los emolumentos iban descendiendo de año en año y se pagaban mensualmente. Si pagaban en fanegas de trigo, se efectuaba siempre en septiembre, por San Miguel. El número de vecinos era de 500 como máximo.
Si importante era el médico, no lo era menos el boticario. Sin medicamentos no había salud, y el boticario era auxiliar indispensable de la medicina, y su responsabilidad muy alta para una recompensa tan corta.
En muchas de esas boticas que se instalaban en los pueblos existía un tomo del Tratado Completo de Toxicología, del Doctor Orfila, traducido al castellano por el Doctor en Farmacia Calvo Asensio. Lo que suponía un esfuerzo económico por parte del boticario, que a veces compraba a plazos el libro. El rey Alfonso XII, durante la primera Exposición Farmacéutica Nacional de 1882, se refirió a los farmacéuticos como «soldados oscuros de la ciencia que trabajan por el bien de la Humanidad».