• Home

  • Paisajes sublimes

O el hombre ante la naturaleza salvaje. O ante lo que pueda quedar de una naturaleza virgen. O ante esa naturaleza que compone un paisaje. Siempre me gustó decir que «el paisaje es un fenómeno cultural» por aquello que, como en la fotografía, supone una selección parcial y un punto de vista particular, y ahora me siento reconfortado al encontrar mi opinión, expuesta con docta voz, en el entretenido y profundo ensayo de Remo Bodei, Paisajes sublimes, traducido del italiano por María Condor y editado por Siruela. A los tres les cedo la palabra, más o menos.

Hay lugares ante los cuales el hombre ha experimentado durante milenios temor y espanto: montañas, océanos, bosques, desiertos, volcanes. Inhóspitos, hostiles, desolados, evocan la muerte, humillan con su amplitud, amenazan con su poder. Sin embargo, desde principios del siglo XVIII empiezan a ser percibidos como sublimes, dotados de una belleza intensa y seductora. Esta radical variación del gusto implica un nuevo modo de forjar la individualidad gracias al desafío lanzado a la naturaleza. De este enfrentamiento brota un inesperado placer mezclado con terror que, por un lado, refuerza la idea de la superioridad del hombre sobre el universo y, por otro, contribuye a hacerle descubrir la voluptuosidad de perderse en el todo. El paisaje está ahí, es el mismo, pero su percepción no pudo ser la misma para el hombre antropocéntrico y para el hombre que descubrió aterrado que era él quien giraba. Es el mismo, pero la aproximación a lo geológico inmediato no pudo ser la misma antes y después de la Ilustración. Es el mismo, está ahí, es bello e inaccesible, o está ahí, es accesible pero inconmensurable y por lo tanto sublime. La Luna se vio y se ve de formas muy diferentes, figurémonos el terror del licántropo, del hombre lobo que espera la salida de la luna llena y se encuentra con un eclipse como el del otro día. Estamos en verano, se supone que en vacaciones, se supone que hemos abandonado el paisaje urbano y deseamos cambiar el skyline de la ciudad por el horizonte de mar o montaña, ¿por qué no dedicar un tiempo de nuestro soliloquio en tranquila soledad y silencio a lo que significa el paisaje y nuestra inverosímil presencia en tan sublime ámbito? Una meditación quizá inconsciente, preciosa contradicción, que en mi caso se produce de forma contumaz cuanto más cielo puedo contemplar, en llanuras infinitas. En los campos góticos castellanos y leoneses, en el mar adentro sin costa a la vista, en las pedregosas superficies sahalianas, en el longilíneo hielo antártico y también, de forma menos radical, en esa playa de la que ya se han retirado los turistas. Y una consideración paralela, ¿se tiende ahora, irremediablemente, a un rápido consumo de la experiencia, con su consiguiente resublimación, o bien la gran etapa en la que lo sublime natural era intensamente vivido pertenece a la fase ya concluida de una civilización limitada en el tiempo y el espacio? Una etapa europea de la que el amigo Bodei dice ha plasmado su humanismo en proyectos de reforzamiento agonístico del yo. Hablo de un libro para «verlo» en un paisaje vacacional tranquilo y poder encajar tantas sugerencias, como la que me dispara Hegel (a mí, tan racionalista, supongo que por también romántico). La pura exterioridad, la extensión espacial de las estrellas, no tienen nada de sublime, la humanidad comienza verdaderamente con el maltrato de la naturaleza, con el rechazo de lo que ofrece espontáneamente. Por ello, los pies vendados de las chinas o las rajas que se hacen en las orejas o en los labios los individuos, como los tatuajes, son para él indicios no de barbarie sino de civilización. Y por ello vuelvo al principio de la tertulia añadiendo un concepto más: «El paisaje y la civilización son fenómenos culturales». Y a la metáfora fotográfica, dependen de la selección personal y del punto de vista individual, del ojo que no es ojo porque ve sino porque mira. Mira por dónde.

Destacados

Lo más leído