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  • Nuestras líneas rojas

Hace unos años, algunos farmacéuticos chilenos me pidieron una carta de apoyo en el pulso que mantenían con sus autoridades políticas, que promovían por aquel entonces una nueva legislación para la salida de ciertos medicamentos de la venta exclusiva en farmacias. Las cadenas, que controlaban el 80% del mercado farmacéutico del país, también eran propietarias de otras de alimentación y, aunque callaban, era lógico que estuvieran detrás de ese movimiento.

Mi respuesta a los colegas fue que, aunque aceptaba redactar esa carta de apoyo, debían hacer autocrítica, puesto que eran ellos quienes habían tratado al medicamento como un producto de consumo. No podía olvidar una de mis visitas a ese maravilloso país, cuando presencié estupefacto ofertas en los escaparates de las farmacias, como una de atorvastatina, en la que por la compra de dos cajas la tercera salía a un peso (un euro equivalía entonces a unos 700 pesos chilenos).
Cuento esto porque fue lo que me vino a la cabeza cuando me enteré del inicio de un pilotaje (por parte de una empresa de distribución cooperativa) de una tarjeta de fidelización conectada a su programa informático, para que los consumidores de cada farmacia pudieran sumar puntos a canjear por productos.
Sé que estas tarjetas no son una novedad, y que ya hace años que circulan en el panorama farmacéutico español, creadas por agrupaciones de farmacias y otras empresas. Me entristeció que sean estas respuestas las únicas que se nos ocurren a la crisis que nos ahoga. Puede que me vean trasnochado en este planteamiento y que piensen que solo veo la atención farmacéutica como futuro. Admiro muchísimo a algunas farmacéuticas que han optado por especializarse y ser grandes profesionales en áreas como la Dermofarmacia. Farmacéuticas como Gema Herrerías o Inma Riu, por citar a algunas, demuestran cada día con su trabajo que es el profesional quien da valor al producto, y no al revés. Pero ahora estoy hablando de algo distinto. Me pregunto acerca de los riesgos de considerar la farmacia un establecimiento de consumo. ¿Podremos justificarnos contra la espada de Damocles liberalizadora con este tipo de estrategias?
Es necesario poner líneas rojas que no se deben sobrepasar, al igual que se hizo hace años impidiendo la venta de chalecos reflectantes en farmacias o la de teléfonos móviles para personas con dificultades, que no sé si finalmente se frenó. De lo contrario, quizá quienes nos quieran liberalizar digan que aprovechamos tener una planificación y exclusividad en la venta de los medicamentos, para ofrecer otras cosas que no son parte de nuestra esencia. Quizá gestionar bien la farmacia sea más fácil que otros negocios en donde no se respeta un margen comercial ni se restringe la competencia con distancias y poblaciones. Quizá conocer primero, y luego respetar nuestra esencia profesional nos haga dejar de ganar el euro ahora pero preserve el futuro de la profesión. Aunque lo que veo hoy se parece más a un «sálvese quien pueda, o el que venga atrás que arree», que a otra cosa.
A principios del siglo XX, las empresas de distribución cooperativa fueron capaces de tener una visión revolucionaria en defensa de farmacéuticos y pacientes, contribuyendo a la necesidad de aquel entonces: facilitar el acceso a la población a un bien preciado como el medicamento. En momentos como éste, se necesita volver a esa visión revolucionaria, de acuerdo con las necesidades actuales de farmacéuticos y pacientes. Creo que las tarjetas de fidelización no van en esa línea. Tal vez tengamos que crear nuevas cooperativas de profesionales, y poner en valor la visión revolucionaria del siglo XXI.

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