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Noviembre 2017

Un mes que empieza con el recuerdo de todos los muertos, aunque sea un recuerdo benévolo adjudicándoles la categoría de santos, es un mes que huele a crisantemo y que presagia un tiempo oscuro.

Noviembre 2017
Noviembre 2017

La lluvia que empezó a caer ayer a media tarde, fuerte, dibujando trazos firmes que rasgaban con cortes diagonales el lienzo de la penumbra, no ha descansado durante la noche. Yo tampoco. El despertar confuso de un sueño barroco está acompañado del ruido persistente de la lluvia en la persiana que protege la ventana. Me he despertado a la misma hora de siempre. Lo sé porque el reloj de mi teléfono móvil así lo indica. La poca luz que se cuela por los resquicios del cristal que la persiana no cubre me engaña. Aún parece de noche.

Los efectos del cambio climático empiezan a notarse ya en la vida diaria. Las consecuencias de su existencia en nuestra cotidianeidad son más tangibles que las previsiones de los estudios científicos publicados. Lo cierto es que las castañas y los boniatos aún no apetecen ni a los que persisten en la tozudez de negar su evidencia. A pesar de que ya hace tiempo que el día de Todos los Santos ya no es lo que era, de que no es extraño ver a gente en mangas de camisa por la calle y de que la colonización de Halloween avanza imparable de la mano de los mercados globalizadores, al fin, hoy, ha refrescado.

Las prendas de abrigo que estaban esperando en el armario desde hace algunas semanas podrán ser útiles por primera vez, y el paraguas que descansa reseco en el recibidor, también.

Después del largo camino, después de tantos días, semanas y meses, noviembre es el inicio de la cuesta dura antes del final. Las piernas ya están bastante agarrotadas y aún no se ve la meta. Aún no ha llegado el tiempo de los resúmenes y de las memorias que nos hacen olvidar. Ese tiempo paradójico, en el que el final sólo es la cercanía del principio. En noviembre aún no tenemos las agarraderas de esa esperanza.

La calle recuerda ligeramente lo que se espera del final del otoño. No es lo desapacible que un día lluvioso en el capítulo del calendario indicaría, pero parece que lo intenta. El agua que cae desde el cielo plomizo no hiela las manos. Aún no echan en falta a los guantes, que esperan con paciencia la llegada de su hora, un turno que llegará más tarde de lo habitual. Esperan desde hace días. Unos días perdidos en la cola cansina e inexplicable en la que reina la sumisión a lo inevitable.

Los días de lluvia, el bar de la esquina, el único que aún resiste en el barrio la invasión sutil de la armada oriental, se adapta bien a las circunstancias. Coloca a ambos lados de la puerta unos paragüeros lo suficientemente amplios para que no haya excusa para llegar hasta las mesas con el paraguas chorreando. El suelo de madera está mojado, pero no es un charco. En los días de lluvia de verdad, los de los noviembres de antes, el ambiente del salón era húmedo y caliente, una especie de sauna nórdica. Las dos estufas funcionaban por estas fechas desde hacía algunos días, y en las mesas el vapor de los cafés y de los chocolates calientes servía para fijar la posición de la mayoría de los clientes. Hoy no se necesita la estufa, y las señales de humo aún no son tan abundantes como sería de esperar. El microclima del salón es parecido al que provoca una tormenta de septiembre. Más ligero.

La anomalía climática en la que vivimos puede parecer una compasiva ayuda de la naturaleza para los que padecemos la cuesta dura de final de etapa, pero no es así. La realidad se mantiene firme como una roca. El esfuerzo no es gratis y la recompensa no se intuye. Los crisantemos esperan en los jarrones, como los paraguas. La lluvia nos ayuda a no olvidarlos, del mismo modo que la página del calendario nos recuerda que es tiempo de crisantemos.

La farmacia no está muy lejos del bar en el que he desayunado el bocadillo de tortilla a la francesa y el café con leche humeante. Aunque al abrir la puerta sólo llovizna, el cielo continúa plúmbeo. No creo que hoy sea un día con mucha actividad. En las latitudes que llueve poco, como en mi ciudad, los días de lluvia son un freno para la gente; aunque no sean fieros, son incómodos y no incentivan el paseo. La gente parece que se encoja.

Seguramente hoy tendré tiempo para ejecutar las actualizaciones de los programas informáticos que tengo pendientes, y que la pereza me ha impedido realizar. Todos los cambios implican nuevas obligaciones, y en estos días pesados olvidamos con ligereza todas las ventajas que también nos han aportado.

Vuelve a llover con más intensidad en el momento que se abre la puerta. Es el primer cliente de la mañana. No es un cliente habitual. Vive o trabaja por el barrio porque lo tengo visto, pero no sé su nombre.

—¿Tiene algún sitio para dejar el paraguas?
—A su derecha. No he tenido tiempo de acercarlo más a la puerta.
—Gracias. Buenos días. ¡Aunque es un decir!
—Noviembre aún no ha llegado con contundencia. Deberíamos estar comiendo castañas, y nadie las compra.
—Cierto, aunque yo no como. No me convienen mucho. Ni los kilos ni el azúcar me lo permiten. ¿Puede darme los medicamentos que tengo en la receta?
—¿Tiene la tarjeta sanitaria?
—Aquí la tiene.

La pantalla me muestra un tratamiento habitual para una persona con diabetes e hipertensión. Voy hasta la nevera, y paso por los cajones en los que almaceno los comprimidos.

—Espero que no sea muy complicado pincharme. La enfermera me ha indicado cómo hacerlo, pero siempre te queda alguna duda.

Ya hace algún año de la implantación de RE. El camino ha sido largo. Me pregunto: ¿no es posible aún que el farmacéutico reciba, a través de esta receta, información profesional útil para ayudar a mejorar la utilización del medicamento? ¿Tan complicado es que me indique que se trata de un tratamiento prescrito por primera vez? ¡Qué largo se hace noviembre!

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