La ilustre escritora se preguntaba hace ya 120 años a qué se debía esa ola de asesinatos contra la mujer sólo por el hecho de serlo. Afirmaba que el récord de la criminalidad estaba en esos locos románticos del honor que primero matan a sus novias y luego se volaban la tapa de lo que no tenían: cerebro. Estaba convencida de que, en nuestra civilización, sujeta aún la mujer al hombre como propiedad, pero ya arropada por las leyes, es cuando se soliviantan el espíritu y los sentidos, hallándose expuesta a sufrir la violencia.
Tan interesada estaba por el tema de la violencia contra la mujer que, a pesar de que cuando se cometía un crimen de esas características sólo ocupaba unas líneas en la prensa diaria, ella los rescataba y sacaba a la luz en su columna de La Ilustración Artística. Comentar, razonar, para intentar dar una explicación. De la misma manera, escribía cuentos cortos con historias de mujeres víctimas de la violencia machista (El indulto), o de mujeres que se niegan a vivir con hombres que puedan, en el futuro, anularlas como personas, como el de El encaje roto, magnífico relato en el que Micaelita recibe de su prometido el regalo de una tira de auténtico encaje de Alençon muy antiguo y perteneciente a su familia desde muchos años atrás, para que sirva de adorno en su vestido de novia. El novio es un joven educado, deferente, blando como un guante, siempre correcto, incluso quizá demasiado. Lo que sus amistades definían como buen hijo, buen novio o buen yerno. El día de la boda, y ante los atónitos ojos del novio, la tira de encaje se engancha accidentalmente en un picaporte y se desgarra. Al ver caer el encaje, la joven también ve la cara del novio contraída, desfigurada, con expresión de ira, dureza y menosprecio. Vio su futuro con total nitidez, de tal manera que, ya en el altar, al preguntarle el obispo de San Juan si recibía a Bernardo por esposo, no lo dudó un instante y respondió, rotunda, «NO».
De esa forma la escritora salvó a su protagonista de los hoy llamados «micromachismos». El relato fue novedoso porque se defiende la inteligencia, el sentido común y la libertad de las mujeres. Se publicó en el diario El Liberal en 1897.
Emilia Pardo Bazán, que escribía sobre todos los crímenes pasionales, nunca mencionó el caso de su abuela, que fue degollada por su segundo marido, aunque se puede leer entre líneas en una de sus crónicas: «El que acecha al paso de una mujer, la degüella y después alega que la quería, que la adoraba, que no podía vivir sin ella..., a ése, todo el rigor de la ley, porque, además de criminal, es un cobarde».
Siempre defendió que el mujericidio debería penarse más que el homicidio: «Cuando matan a mansalva a la mujer debería exigírseles más estrecha cuenta, y sin embargo los anales de la criminalidad abundan en mujericidios impunes muchas veces por sofismas que sirven para alentar al crimen. ¿Hasta cuándo durará esta racha de “pasión” tan útil para los cuchilleros?».
Afirmaba que habían aprendido los criminales que eso de la «pasión» es una gran defensa prevenida y que por esa «pasión» se sale a la calle. Remataba diciendo, no sin humor, que era preciso que el jurado estimara tan punible el robo de una gallina o de un mantón como esos estados «pasionales».
Este tipo de violencia física contra la mujer es una constante en la historia. Totalmente vigentes los comentarios y reflexiones de la escritora sobre estos crímenes que siguen teniendo una dolorosa continuidad.