Son tiempos extraños estos de la pandemia. Con una atención primaria a punto de reventar, de colapso, de desorganización, de falta de medios, no son pocas las voces farmacéuticas que reclaman un mayor protagonismo en su papel como profesionales de la salud. Pasa el tiempo y, a los fallecidos por la COVID-19, habría que añadir, ¡y contabilizar!, las muertes por una falta de atención adecuada a sus problemas crónicos, a las que también habría que sumar otras que se ignoran porque no se quieren ver, las de esa otra pandemia que asola a la humanidad, la que producen los medicamentos. Como cita mi admirado Francisco Gallardo en su muro de Facebook, nada hay tan mezquino como acelerar a las personas los tiempos de la muerte. Pero en eso estamos todos inmersos, profesionales y políticos, por no ser capaces de atender las cambiantes necesidades de la población que vota y que confía, quizá no en los que vota pero sí en los que cree que les cuida.
Los farmacéuticos nos ofrecemos, pero quienes necesitan ayuda no saben en qué podemos ayudar. He leído a principios de verano el muy recomendable ensayo Epidemiocracia, firmado por los médicos Javier Padilla y Pedro Gullón y editado por Capitán Swing, en el que se analizan las causas y consecuencias de las epidemias y los factores que pueden aliviarla. En ningún renglón del texto, ni siquiera para criticar nuestra labor, aparece la palabra «farmacéutico». El pasado mes de abril, el profesor Todd Sorensen y sus colaboradores de la Facultad de Farmacia de la Universidad de Minnesota publicaron un interesante artículo en el American Journal of Pharmaceutical Education, en el que comparaban la labor del farmacéutico con la de un dentista, un piloto y un repostero, profesiones más que reconocibles, para insistir en que no es suficiente enseñar el proceso de atención al paciente por parte del farmacéutico, sino que necesitamos implantarlo si queremos ser reconocidos como parte del equipo de salud y dejar de aparecer en los agradecidos anuncios pandémicos junto a las muy honorables cajeras de supermercado y resto de actividades esenciales no sanitarias.
Llega el final del verano y me invitan a participar en una videoconferencia internacional sobre optimización de la farmacoterapia a la que asisten más de un centenar de colegas de muy diferentes países. Escucho sin sorpresa, en esto ya nada me puede sorprender después de haber ejercido 30 años la profesión en España, a conferenciantes y a asistentes disertando y preguntando sobre las mismas cuestiones de las que hablábamos y nos preguntábamos el siglo pasado. Parafraseando al doctor Gallardo, resulta mezquino ser testigo de nuestra dejación para atender las necesidades de las personas que utilizan medicamentos, de cómo permitimos que se acelere el proceso de muerte en personas que no deberían morir porque existe una forma de evitarlo, de aplanar la curva de la pandemia farmacológica.
Leo en Twitter, gracias a Macarena Pérez, entusiasta farmacéutica sevillana entrevistada números atrás en estas páginas, un texto del gran escritor chileno Roberto Bolaño acerca de nosotros: los farmacéuticos queremos ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no queremos saber nada de los combates de verdad. Y eso es precisamente lo que nos ocurre. Dicen algunos colegas que no hay modelo retributivo, que una práctica de este calibre no produce beneficio alguno en nuestra cuenta de resultados, y no les falta razón. Como tampoco falta al afirmar que lo que nos ha faltado de verdad es valor. Valor para enfrentarnos al combate real. Hemos tenido miedo a la sangre, y un profesional que le tiene miedo a la sangre nunca podrá ser profesional de la salud. Y hemos preferido hacer sangre con los nuestros, con los que nos podrían mostrar el camino, antes de afrontar la realidad. Y así seguiremos, si no le ponemos remedio.