Metamorfosis del mármol

Metamorfosis del mármol

Cuenta Ovidio en Las metamorfosis que Apolo se burló de Eros por su costumbre de jugar con el arco y las flechas. Resentido, Eros tomó una con punta de diamante que incitaba al amor y otra de hierro con la punta revestida de plomo, que suscitaba odio y repulsión. Lanzó la primera flecha a Apolo y la segunda a Dafne. Apolo la persiguió sin ser aceptado, hasta que la acorraló. Dafne, desesperada, no quería ser tomada por Apolo, a quien odiaba, e invocó a su padre para que la auxiliara. Su piel se convirtió en corteza de laurel, su cabello en hojas y sus brazos en ramas, y así se salvó de su amante, transformada en laurel. Dafne se enraizó en la tierra y Apolo le juró amor eterno, y con las hojas de laurel, con las hojas de Dafne, coronaba a atletas y héroes.

El tema ha atraído a pintores y escultores, pero plantea numerosos desafíos: no es fácil reproducir el movimiento con el pincel o el cincel, y temas como la persecución entre Apolo y Dafne o la conversión de ésta en árbol exigen una gran maestría. Ningún pintor o escultor del Renacimiento consiguió dar verosimilitud absoluta a los cuerpos humanos en movimiento, que siempre permanecen excesivamente rígidos, lo que genios como Leonardo, Michelangelo o Rafael resuelven con gran variedad de recursos. El Barroco resolvió ese tema con Caravaggio, Velázquez o Bernini, pero el tema seguía siendo espinoso e incluso en Rembrandt el movimiento adolece de cierta rigidez.

El milagro se produjo donde casi parece imposible reproducir el movimiento: en el mármol. Bernini hizo volar a sus santas en éxtasis gracias a los pliegues de sus ropajes y a la expresividad de sus rostros, que reflejan las emociones que embargan a las santas Teresa de Ávila y Ludovica Albertoni. En la pequeña iglesia romana de Santa Maria della Vittoria, Bernini hizo volar a Teresa hacia su Amado. Tallada en mármol, es ligera, volátil, ingrávida. En la iglesia de San Francesco a Ripa, en el Trastevere romano, Bernini convirtió el mármol en movimiento extático. El visitante cae anonadado ante la expresión, la boca, los ropajes, la contorsión, el vuelo de la beata.

El prodigio culmina en la Galleria Borghese, que exhibe la que quizá sea la más hermosa escultura de la historia del arte: Apolo y Dafne, de Bernini. Hay algo de insolente en la maestría con que está tratado el movimiento imprimido al mármol: la piedra danza en manos de Bernini, igual que en el David también expuesto ahí, que contrasta con la versión de Michelangelo en la Accademia di Firenze. La obra de Michelangelo es portentosa pero inanimada, es un ídolo, un coloso sin movimiento. Bernini, en cambio, supo captar perfectamente el gesto de David al lanzar la piedra con su honda, la torsión del cuerpo, el movimiento del brazo y de la mano, la expresión de la boca. Es mármol en movimiento, animado, humanizado. Apolo y Dafne deja atrás la escultura; es danza, poesía, música, éxtasis.

Muchos pintores han dado su versión de la transformación de Dafne en laurel para escapar del inoportuno, molesto e inquisitivo Apolo. En la National Gallery de Londres se conserva la versión de Antonio del Pollaiuolo, en la que a Dafne le brotan dos ramas de laurel como alas que habrán de liberarla de su amante. Es una pintura plana, inanimada, con el encanto de los maestros antiguos, flamencos e italianos, que no dominan el movimiento humano ni han alcanzado la perfección absoluta del arte, reservada a monstruos como Bernini. Las ramas pintadas por Pollaiuolo resultan pesadas, demasiado materiales, comparadas con la gracia ingrávida con que Bernini hizo brotar las hojas de las manos de Dafne. En la Galleria Borghese acontece el milagro: tras extasiarse ante el Apolo y Dafne de Bernini, el visitante se reconcilia consigo mismo, que tantas veces se habrá defraudado. Tal es acaso el prodigio último del arte.

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