Un instante antes de cruzar la verja de la gran rosaleda al final de la avenida, aparece como un puñal el recuerdo de la tristeza que envolvió un paseo invernal que, tan sólo hace cuatro meses, Isabel, acompañada de su amiga Clara, dieron por el mismo lugar. El jardín podado, repleto de tallos secos, cadáveres fríos que sobrecogían los parterres, era un páramo costoso de atravesar. Sólo un aroma tenue de la tierra removida calmaba el hielo de las lágrimas grises de la mañana.

¡Hoy el día es tan brillante! Parece un día de un calendario distinto. Un calendario repleto de días luminosos, de aromas húmedos y de aleteos de mariposas. El recuerdo se desvanece sin dejar herida en el momento en que un paisaje de pétalos blancos, rojos sangre, amarillos y rosas aparece desbordante delante de ella. En esta ocasión, Clara no ha podido acompañarla. La enterró a finales de abril. Durante estos últimos años, los paseos dominicales ya iban acortándose y espaciándose; la prótesis de rodilla de su amiga le impedía andar con comodidad los 4 kilómetros del recorrido que, a lo largo de sesenta años, anduvieron con frecuencia las dos amigas. Desde hacía un par de años, los últimos mayos, el taxi las dejaba cerca de la puerta del jardín y, después de recorrer durante unos minutos los caminos flanqueados por rosas con nombres artísticos como Red Baccara, Red Naomi, Red Desire o Red Paris, se sentaban en el banco debajo de la pérgola que presidía la parte alta del parque y recordaban sus cosas, que eran muchas.

Isabel siempre ha creído que, puesto que no hay manera de negociar el día de la partida definitiva, en primavera los entierros deberían aplazarse, dejarlos para el otoño. Le parece una falta de educación, incluso de decencia, que la luz, los olores y la brisa jugueteen entre risas y besos, mientras una vida se marcha hacia un viaje oscuro. Ella no va a morirse en primavera.

A mediados de los cincuenta, los cincuenta del siglo pasado, Clara era una andarina notable, le gustaba dar largos paseos por Barcelona. Cerca de su casa, con su novio entonces, Antonio, con el que luego se casó y formó una familia, los domingos paseaban por la Rambla de la Flores. Desde el muelle de donde zarpaban la Golondrinas hasta la Plaza Catalunya y, desde allí, dependiendo del azar, del sol, de la sombra y de lo animada que fuera la conversación, el paseo continuaba por la cuadrícula del Ensanche hasta la hora de la comida en casa de los padres de uno o del otro. En mayo siempre se paraban, cogidos del brazo, en las paradas de las floristas que invadían de color y sin ningún recato el espacio reservado a los paseantes.

Cuando enviudó, la soledad invadió su casa. Algunas tardes se sentía acompañada por Isabel, mientras pasaban las páginas del álbum que hacía descansar en su regazo. Las dos amigas se sentaban juntas, como en clase de matemáticas, en el sillón en el que, cuando estaba sola, leía incansablemente junto a la ventana por la que entraba un chorro de luz de la tarde. Le gustaba remirar las fotos de esos paseos. Eran fotos en blanco y negro, pero las rosas rojas ella las veía aún rojas.

Con su amiga empezaron a caminar juntas también durante esos años de noviazgo. Isabel tenía un novio que estudiaba para marino mercante, lo acabó siendo y, durante muchos años, lo tuvo lejos de casa muchos días. Ellas dos estudiaron farmacia. En el primer curso hablaron por primera vez sentadas en primera fila, en la clase de matemáticas. Las dos eran buenas estudiantes. Llegaban puntuales y les gustaba sentarse en las sillas más próximas a la pizarra, de donde extraían las ideas para sus pulcros apuntes.

Isabel era la hija mayor de un farmacéutico que ya heredó la farmacia de su padre. Ella sólo conoció a su abuelo por las fotografías, por las historias que le contó su padre y por algún comentario de veneración que oyó en la farmacia familiar. Isabel nació en el Ensanche barcelonés, no muy lejos de la farmacia de la que sería titular. Cuando empezó a estudiar la carrera, decidió que iría a pie hasta la facultad; se levantaba muy pronto, para poder pasear tranquilamente por la Diagonal hasta el edificio de ladrillos granates en el que cursaría todos sus estudios. Cerca de la Plaza Calvo Sotelo de entonces, algunas veces se cruzó con la que sería su compañera en casi todo, su buena amiga Clara, con la que compartiría el gusto por los paseos, los estudios, la profesión, las deudas por la compra de la farmacia, las infidelidades del marinero, las alegrías por los hijos, las bodas y los nietos.

Clara era hija de un droguero del Barrio Viejo de Barcelona, y en ese barrio vivió hasta que se mudó con Antonio a una casa con jardín desde donde se veía el mar. Con la ayuda de Antonio, sobre todo en los años de crianza de sus dos hijos, dirigió la farmacia que compró empeñando a toda la familia, y que creció en paralelo a la abrupta expansión de la ciudad. Una farmacia puntera en todo, Clara mantuvo siempre vivo el deseo de ser la primera de la clase y muchas veces lo fue. Cuando cumplió los setenta y su hijo marchó a Shangai a trabajar en el banco de inversiones en el que empezó a escalar posiciones, la vendió y pudo disfrutar aún cinco años con su marido después de una cómoda jubilación.

–Mi amiga Clara ha dejado un hueco muy profundo en mi vida.

El café situado en el mismo chaflán donde parpadea la cruz verde es un buen sitio para conversar con Oriol, que ha sido el encargado de continuar la saga familiar. Al menos una vez por semana meriendan juntos.

–Tu amiga era una farmacéutica vocacional y con mucho carácter. A sus años, la encontré en muchas reuniones y cursos. Siempre me comentaba lo mucho que me parecía a ti.
–Caminamos juntas, pero ella era mucho mejor que yo.

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