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  • Lolo Pajuela y Woody Allen

En una noche de soledad, rodeado de entrañables fantasmas y amigos idos, vuelvo a relativizar el dilema de mi existencialismo juvenil: viene el hombre de la nada, o por el contrario el hombre es el ser a través del cual la nada entró en el mundo. Desde el pueblo, mi prima Meri me informa de que nuestro primo Lolo acaba de fallecer, y añade: «Ya no quedan hijos de don Bernardino, ahora nos toca a sus nietos».

Lolo, alias Pajuela, era un amigo muy especial; nos queríamos mucho, nos veíamos poco pero siempre queríamos vernos, nos unían lejanas correrías infantiles y la modernidad de ambos con el corazón partido, un contador de frecuencias dentro y el sintrom corriendo por nuestras venas. No fumaba, y no recuerdo de dónde le viene el apodo Pajuela, pero sí el estribillo de posguerra: «Pajuela que te embastono, como soy colillero no te perdono». También su frase eslogan más publicitada en pegatinas para coches: «Para cerezas y buen vino, Cacabelos lo más fino». Un juglar con la vida en apuestas siempre de riesgo y, como tal, un jugador de envite a evitar, ganador sistemático al «jiley», ese póquer canalla cuyo origen se fraguó en las ferias de caballerías. Cuando jugaba al fútbol, defensa izquierda del Cacabelense F.C., pocos podían rematarle un córner; era un tipo duro y correoso que no llegó a jugar en primera, en el Depor, como nuestro también común primo Carlos, alias Gallo. Los dos me ayudaron en la exploración del Bierzo cuando preparaba El año del Wolfram, un tiempo agreste y feliz de truchas torrenteras y botillo con todos los sacramentos. Los dos figuran como protagonistas en sendos capítulos-relato de El otoño siempre hiere, novela precursora del ocaso. Somos una legión de primos y estamos cayendo como moscas. Por un azar genético, éramos muchos más chicos que chicas, siete varones consecutivos en el caso de Lolo, pero en la migración de los sesenta nos reforzamos con cinco europeas: María, italiana; Solveig, danesa; Helga, alemana; Dominique, francesa, y Bertha, holandesa. Es curioso, y quizá reconfortante, sentir muy hondo el que las largas ausencias de nuestras biografías ahora, en la ausencia definitiva, se transmutan en una dulce memoria emocional cargada de nostalgia y cariño junto al dolor nostálgico de tantas oportunidades perdidas. La memoria de los años silvestres de cuando convivíamos con los abuelos, de cuando uno, urbanita e hijo único, descubrió asombrado cómo crecía la hierba, cómo parían las vacas, cómo se ejecutaba el golpe conejo y en qué recodo del río se bañaban las chicas. En Internet la información sobre Lolo Pajuela se reduce a la esquela, y de rebote paso a Woody Allen: «Dirigir es un arte que me distrae de la incertidumbre de la vida, de la inevitabilidad de la muerte y también de mis miedos existenciales». Quizá Lolo asumiese lo de «preferiría no hacerlo», y a saber adónde quería dirigirse tras su aventura migratoria francesa, se asentó de nuevo en la plaza del pueblo y allí me esperaba siempre para tomar una vaso de mencia. No sé por qué lo relaciono en esta tertulia con el cineasta, lo único en común son los dos círculos de sus nombres, quizá porque Allen nos va a contar de nuevo la historia de un escritor neurótico e hipocondríaco y ésa es una historia que acentúa mi nostalgia, ese absurdo consuelo del melancólico. La literatura es un refugio, y por hacer un juego de palabras cuidado con la o, una errata puede llevarnos sin darnos cuenta de la rebotica a la robótica.

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