Cuando les explico a mis alumnos de Historia de la Farmacia el galenismo, advierto su sorpresa. Les cuesta entender el éxito de un sistema teorizante y erróneo, que cautivó a los médicos durante más de mil años y se convirtió en el primer sistema médico global, de modo que un médico formado en Londres podía establecerse en París, Roma, Barcelona, Córdoba, Bagdad o Samarkanda, y ejercer su profesión sin el menor obstáculo, puesto que en todos esos escenarios, tan diferentes, estaba vigente un único sistema médico indiscutido: el galenismo.
Mis alumnos alzan la mano, noto su sorpresa, dicen que no lo entienden. ¿Cómo es posible que se globalizase un error, que nadie discutiese un sistema que tenía un éxito terapéutico mínimo? Acostumbrados a la concepción lineal del progreso en la que han sido educados, mis alumnos no comprenden los meandros de la Historia, sus rodeos. El galenismo, les digo, se impuso porque era útil, porque daba prestigio a los médicos y los diferenciaba de los empíricos y sanadores, que carecían de una doctrina oficial. Los médicos, gracias al galenismo, ascendieron socialmente, dispusieron de una doctrina difícil de aprender, ¿y qué podía haber más útil que viajar de Londres a Samarkanda sin necesidad de aprender nada nuevo, ejerciendo su profesión con el máximo reconocimiento? Se globalizó un error, cierto, pero era un error útil, que cumplió su función. Siguen sin entenderlo. Ellos querrían que el primer sistema médico globalizado fuese la historia de un acierto, de un avance científico, a poder ser desinteresado, y sin embargo fue la historia de un oportunismo: los médicos supieron velar por sus intereses divulgando un error, sí, pero un error útil. ¿No está la historia plagada de creaciones que sobreviven por su utilidad, aunque sea más que discutible su verdad o su interés para el conjunto de la sociedad? El medicamento más caro, prestigioso y difícil de elaborar, la triaca, no servía para nada desde el punto de vista medicinal, pero enriqueció a los mercaderes venecianos, dio prestigio a los gremios de boticarios, fomentó la edición de textos sobre las virtudes de la triaca, hizo que los enfermos confiasen en un medicamento poco menos que milagroso, impulsó el comercio de géneros medicinales exóticos, y benefició la economía de comerciantes, médicos y boticarios. Y dicho esto, ¿puede sostenerse que no servía para nada? Pero mis alumnos querrían que el fármaco más utilizado y prestigioso hubiera sido también el más barato y el que curase más, no el que más beneficiase a comerciantes, boticarios y médicos. Les explico, en la misma clase, y para su estupor, que el primer sistema médico universalmente aceptado fue el galenismo, un error, y que el medicamento más famoso, prestigioso y caro fue la triaca, un curalotodo que no curaba nada. Sé que no es lo que desean escuchar, que ellos esperaban otra Historia, en la que todos marchasen juntos por la senda de la razón y del progreso. Aún he de explicarles la diatriba de Quevedo contra los boticarios, en Los Sueños, cuando tras verlos reunidos marcha tras ellos convencido de que habrán de guiarle hasta las puertas del infierno, como en efecto sucede. Sé que eso tampoco habrá de gustarles, pero habré de explicárselo. Mejor que lo sepan: lo útil se impone, tanto en la naturaleza como en la sociedad. La evolución lo ensaya todo y, por un proceso de decantación, sobrevive lo útil, que no siempre es lo más bello, ni lo más justo ni lo más verdadero. Tengo un alumno mucho mayor que el resto, me escucha y sonríe. El ya lo sabe y asiente, pero me da cierta tristeza pensar que la confianza ingenua de mis jóvenes alumnos habrá de desembocar en un triste conocimiento, en una sonrisa irónica. Me consuelo pensando que, a cierta edad, esa sonrisa es quizá necesaria: lo útil se impone.