Existe una densa bibliografía sobre la identidad española, sobre lo que nos pasa, que incluye textos de autores tan importantes como Américo Castro (La realidad histórica de España), Sánchez Albornoz (España, un enigma histórico), Ortega (España invertebrada) y Laín Entralgo (España como problema). Es improbable que otro país haya producido tal cantidad de textos, opiniones y controversias sobre su identidad nacional, sin llegar a un acuerdo sobre aquello que, al parecer, nos pasa. Y lo que ahora está pasando es que España se ha convertido en la piedra de toque de la construcción europea y el debate sobre qué pasa en España se ha trasladado a una dimensión superior, lo que esté pasando en Europa, que es mucho más grave que el debate identitario.
Europa es un proceso en construcción con una serie de piezas clave: la unión monetaria, con el euro como moneda común; el espacio Schengen, con la consiguiente supresión de fronteras; el Banco Central Europeo, que ha privado de soberanía a los bancos estatales; el espacio europeo de educación superior. Todo este entramado puede saltar por los aires si España es intervenida como lo fueron Grecia, Irlanda y Portugal. La pequeña dimensión de estos países hace posible su intervención, ninguno de sus rescates supera los 100.000 millones de euros, mientras que el tamaño de España y su dimensión económica multiplicaría esta cifra por diez, lo que haría saltar por los aires el euro, la unión monetaria, el espacio Schengen, el espacio europeo de educación superior y probablemente la propia Unión Europea tal como hoy la conocemos.
Así es como España, parece que sin haber resuelto a gusto de todos el añejo debate sobre qué cosa sea y qué problemas la aquejan, es ahora el escenario en el que se debate el futuro de la Unión Europea. España, sea o no un problema para sí misma o para algunos de sus políticos e intelectuales, es hoy el gran problema de Europa. Por ello, la intervención de España es imposible, salvo que se asuma una catástrofe sin precedentes, pues el próximo país en la lista sería nada menos que Italia o Bélgica y eso ya no sería el principio del fin sino un tsunami que arrasaría todas las instituciones europeas y las conduciría al punto de partida: un mercado común de personas y mercancías. Algo por lo que algunos países, como el Reino Unido, podrían quizás apostar.
Lo que pasa en España es que está obligada a hacer todo lo que debería hacer si fuese oficialmente intervenida, porque solo así se evitará su intervención. Es una paradoja que contiene un punto de ironía: mientras en el interior se sigue debatiendo sobre la identidad nacional y el encaje de las nacionalidades históricas en el Estado común, el país ha perdido la capacidad de dictar su política económica y depende de las decisiones e intereses de los mercados y de los inversores y especuladores, de Alemania y del resto de estados con un endeudamiento manejable, que no están dispuestos a seguir poniendo sobre la mesa los euros necesarios para sostener el nivel de vida alcanzado por los españoles gracias al endeudamiennto externo y a la especulación. Pocas cosas son más amargas de tragar que una disminución en el bienestar alcanzado y descubrir, de súbito, que el país que se creía rico lo es mucho menos, y que el ajuste va para largo. Solo los recortes pueden evitar que España siga el camino de Grecia y tenga que liquidar sus bienes y recursos e incluso parte de su territorio nacional, al precio exigido por los inversores, que ven en la ocasión no lo que es, un drama nacional, sino una excelente ocasión para sus inversiones especulativas. Una realidad incómoda, tan amarga que muchos la prefieren eludir imaginando escenarios más agradables, como que de repente la crisis amaine y todo vuelva a ser como antes, un recurso imaginativo nada inhabitual en un país del que dijo Ortega: «Lo que nos pasó y nos pasa a los españoles es que no sabemos lo que nos pasa».