No sé si Marcel Proust tiene hoy día lectores, imagino que pocos. Yo lo releo a menudo, bien al azar, bien de forma sistemática: leí los siete tomos de la Recherche hace mucho, y cada cierto tiempo vuelvo a hacerlo, pero empezando por el último volumen, El tiempo recobrado. Así es como creo que es mejor leerlo, pero no sabría decir por qué, y así lo hago. Releer a Proust no me fatiga, antes al contrario: sus sutilezas son infinitas, y como cada vez que lo leo he cambiado con el paso del tiempo, realizo de hecho una nueva lectura, subrayo aspectos que me habían pasado inadvertidos, y no me parecen de especial interés otros que en mis anteriores lecturas debieron de parecerme importantes, puesto que los subrayé y anoté.
El primer volumen empieza con la angustia que le produce, siendo niño, que su madre no ascienda a su habitación a darle el beso que cada noche le ofrece, como en un ritual. Son muchas páginas dedicadas a esa angustia, de la que Proust extrae un goce, un placer muy superior al que habría obtenido si su madre le hubiera besado sin más. En cuanto a Swann, el principal protagonista del primer volumen, sacrifica toda su vida al amor de una mujer vulgar, Odette, que según sus propias palabras no es su tipo de mujer, y lo hace no tanto por las satisfacciones que le produce, como por el dolor que los celos le garantizan. Los héroes proustianos, si así puede llamárseles, son especialistas en el sufrimiento –que se autoadministran con morbosa delectación–, y se consumen en el infierno de los celos, que les dan mayor goce que vivir un amor sin dolor y sin tormento. Sufren y hacen sufrir, son desgraciados y transmiten su desgracia a los demás. El amor por su abuela no le impide desatenderla cuando enferma, y lo hace con una insensibilidad que es la otra cara de la moneda de su morbosa sensibilidad.
¿Por qué tantas personas, en el amor, se confunden sistemáticamente, se enamoran de quien más ha de perjudicarles y persisten en ese amor sin saber liberarse de la persona que les causa dolor? ¿Por qué, si consiguen romper esa relación, suelen correr a repetirla con otra persona? ¿Y por qué quienes padecen maltratos son tan remisos a denunciarlos y prolongan su agonía? Pero la pregunta correcta no es por qué, sino cómo, y nadie lo explica tan bien como Proust. En las páginas finales de Sodoma y Gomorra, el narrador, hastiado de una Albertina que le decepciona y no le produce grandes placeres ni celos, decide romper con ella y se lo comunica a su madre. Pero Albertina siembra en él el veneno de los celos cuando se da cuenta de que sus sospechas sobre las relaciones lésbicas de ella son ciertas. Y entonces, en vez de romper definitivamente con una mujer que sólo puede ocasionarle desdichas, corre a unirse de nuevo a ella, a sabiendas de que sufrirá con la mujer que le garantiza la turbación y los celos. Cambia de opinión y le dice a su madre, que no entiende su cambio de opinión, que es urgente que se case con Albertina. Gran conocedor del dolor, el narrador, experto en el refinamiento de los celos, se garantiza una buena dosis de sufrimiento con Albertina. Se une a ella cuando le asegura la angustia, igual que quería abandonarla cuando su relación le proporcionaba el tedio de un amor satisfecho y de unos placeres que le aburrían. Oscar Wilde sentenció que todos matan lo que aman, el valiente con una espada, el cobarde con un beso. Proust fue todavía más sutil y retorcido al escribir: «Si no se llega más lejos en el sufrimiento, muchas veces no es más que por falta de espíritu creador».