Hay quien sostiene que el arte creado por mujeres suele resentirse de un esteticismo blando que huye del dramatismo y la profundidad del abismo. Quienes así piensan reservan para los hombres el gran arte y relegan el arte creado por mujeres a un papel secundario y amable, carente de dramatismo.
Sin embargo, el arte contemporáneo desmiente ese tópico porque son precisamente las mujeres las artistas más rebeldes e inconformistas; las que practican un arte más duro, en ocasiones cruel; las que formulan las protestas que motivan más escándalo. Los hombres, por el contrario, se han especializado en vender a precio de oro obras muchas veces banales mediante sagaces operaciones de marketing. Koons, Murakami y Hirst, como en su día Warhol, son astutos mercaderes del arte conceptual, archimillonarios que triunfan gracias a productos con una estética afín al consumismo, mientras que Marina Abramović, Tracey Emin, Deborah de Robertis y Regina José Galindo arriesgan incluso su integridad física en sus performances. En su performance Rhythm 0, Marina Abramović estuvo a disposición del público para que éste hiciese con ella lo que se le antojase. Acabó el espectáculo llena de heridas después de seis horas en que se convirtió en un objeto a disposición de todos. Un hombre llegó a hacerle un corte en el cuello y bebió su sangre. Fue desnudada y le clavaron espinas en el estómago. Muchos asistentes huyeron de la sala cuando, desnuda y ensangrentada, terminadas las seis horas que duró la performance, se dirigió al público que la había maltratado.
Regina José Galindo ha expuesto a la sociedad guatemalteca ante el horror del feminicidio cotidiano. En 2005 se grabó con un cuchillo la palabra Perra, el insulto que utilizaban los asesinos de mujeres. «Una perra menos», tatuaban en el cuerpo de las mujeres asesinadas. Consiguió un gran impacto en la Bienal de Venecia de 2005 con un vídeo, Himenoplastia, en el que se sometía a una operación de reconstrucción del himen para recuperar la virginidad, uno de los tabúes de su sociedad. En Presencia se puso los vestidos de trece mujeres asesinadas tras ser torturadas y violadas. La artista se mete en su piel, en su vestido, para recuperar su presencia.
Ángela de la Cruz, que sigue en activo después de haber superado embarazada un coma de casi dos años y de haber dado a luz mediante cesárea, destroza cuadros y bastidores, los retuerce y distorsiona, los llena de incisiones como heridas que dejan la estructura pictórica al descubierto como después de una intervención quirúrgica.
Tracey Emin alcanzó la fama mediante dos instalaciones: su cama deshecha y sucia, en la que permaneció durante largos periodos de depresión y libertinaje; la tienda de campaña, con una cama y los nombres de todos sus amantes. Esta última obra se destruyó en un incendio, y aunque le ofrecieron un millón de libras para recrearla, se negó a hacerlo.
Todas estas guerrilleras del arte crean bombas emocionales que explotan ante los convencionalismos de críticos y espectadores. Deborah de Robertis va un poco más allá y convierte sus genitales en las performances con las que denuncia la explotación del cuerpo femenino. Todo empezó en 2014, cuando mostró su vagina a los espectadores que contemplaban el cuadro de Courbet El origen de la vida. Más tarde hizo algo parecido ante la Olimpia de Manet, y en el Louvre se sentó con las piernas abiertas a escasos centímetros de la Mona Lisa. Durante las manifestaciones de los chalecos amarillos, se enfrentó a la policía francesa con los pechos al aire y ataviada como la Marianne del cuadro de Delacroix La libertad guiando al pueblo. Su último desafío ha sido aparecer desnuda, sólo cubierta con un manto azul, en una procesión del Santuario de Nuestra Señora de Lourdes. El arte como guerrilla, la artista como guerrillera.