Las cartas de Flaubert a Louise Colet

El martes 4 de agosto de 1846, Gustave Flaubert escribió su primera carta de amor a Louise Colet. Se despide con cálidas efusiones amorosas, besándola reiteradamente «en ese sitio que me gusta de tu piel, tan suave, en tu pecho, donde apoyo mi corazón». Incluso los osos se ponen tiernos cuando están recién enamorados. Era su primera carta después de que hicieran el amor. La correspondencia duró casi nueve años, y pasó por todas las fases del amor y del desamor, de la pasión, del egoísmo y del interés. La última carta es del 6 de marzo de 1855. Sumamente lacónica, dice así: «Señora: Me he enterado de que se había tomado la molestia de venir tres veces, ayer por la tarde, a mi casa. No estaba. Y, temiendo las afrentas que semejante persistencia por su parte podía atraerle por la mía, la cortesía me induce a advertirle que nunca estaré. Le saludo atentamente.» Desenamorado, saciado y harto, el oso muestra ahora sus garras y su carácter huraño. No hay, obviamente, ningún beso que tenga por destino los pechos de Louise.  

Son 168 cartas, las primeras apasionadas y ardientes, al ritmo de una cada día. Luego las cartas se espacian y el amante deja lugar al escritor y al pensador, a un maestro pedante que alecciona a Louise sobre todo lo divino y lo humano, mientras que ella solo habla de amor. A veces, después de cartas repletas de reproches por parte de ella, se hablan de usted, luego regresan al tuteo. La penúltima carta es del 29 de abril de 1854 y, aunque fría y distante, incluye un abrazo, tal vez el último. Entre el 29 de abril de 1854 y el 6 de marzo de 1855, nada. Sin duda debieron escribirse, pero las cartas han desaparecido. ¿Las destruyó Louise por considerarlas ofensivas? En cualquier caso, Louise preservó el resto del epistolario de Flaubert, mientras que las cartas de Louise a su amante han desaparecido. Se dice que las quemó la sobrina de Flaubert, Carolina, pero también pudo acabar con ellas el propio escritor.

Las cartas son un documento literario de gran valor para conocer a Flaubert y sus sentimientos y opiniones, para enterarnos del laborioso parto que le supuso Madame Bovary y, sobre todo, para aproximarnos al mundo peculiar de los amantes. Quien las lea posiblemente le dará la razón a Julian Barnes en El loro de Flaubert, cuando cede la palabra a Louise Colet para que ofrezca su versión, silenciada por el peso enorme de la fama del escritor. Louise admite que la historia se pondrá al lado de Flaubert, el hombre, el ermitaño, el genio, y que sólo verá en ella a una mujer ambiciosa que le hacía perder el tiempo con sus exigencias sentimentales, que le impedía escribir su obra. Barnes hace decir a Louise que Flaubert era misántropo, egoísta y soberbio, un loro enguantado, un insufrible provinciano, pero que ella lo amó y que él no sabía amar, que su capacidad de amor estaba bloqueada. Flaubert, en una carta impresentable, llega a decirle que sea menos mujer y que él la ve como hermafrodita, la cabeza de hombre, el sexo de mujer. «Sé mujer solo en la cama», la insulta el que posiblemente haya sido uno de los amantes más desconsiderados de la historia, un hombre que no superaría los requisitos de lo que hoy es políticamente correcto. Pero qué importancia tiene: mucho de cuanto resulta sugestivo suele ser más o menos incorrecto, y vivir no ha sido nunca una cuestión de urbanidad y buenos modales. Siempre será instructivo, no solo desde el punto de vista literario, leer las cartas de Flaubert a Louise y, a continuación, dar la palabra a Louise y leer «La versión de Loui¬se Colet», contenida en la novela de Julian Barnes El loro de Flaubert. Dos antídotos de lujo contra las incontables banalidades que se nos ofrecen desde todas partes. Un viaje sin rodeos a los abismos del egoísmo, la vanidad, los celos y la interminable lucha de los sexos; una incursión por los cenagosos territorios del amor, la indiferencia y el menosprecio.