Lampedusa

Sicilia es uno de esos lugares en los que me imagino que la verdad –mi verdad, eso que yo digo que es la verdad de verdad, la verdad que a mí me sirve para creer en la búsqueda de la verdad– se esconde dormida en un olivar. No sé el motivo de ese sueño, pero intuyo que ese pedazo de tierra seco, aromatizado por el recuerdo del olor a aceite antiguo guardado en viejas tinajas romanas es parte de mi otra historia, la historia de mis sueños.     

Leyendo a Sciacia, o paseando de la mano y de las palabras de Camilleri por la ciudad imaginaria de Vigàta, me sumerjo en los silencios miedosos (esos silencios que nos describe sin prejuicios Carlo Levi, en tres viajes «allá abajo», que es su manera de situarnos en Sicilia en su libro titulado con esas palabras tan justas: «Las palabras son piedras»), me quemo en el viento que ha sido calentado por las arenas tunecinas, me siento como en el patio de casa en una tarde asfixiante de agosto. Nunca me imagino Sicilia en invierno.

¿Todos tenemos un lugar mítico, un escondrijo en el que creemos que se esconde el Grial, una Itaca a la que esperamos llegar tranquilamente por la bahía de Vathi, después de una larga travesía? Yo lo tengo, creo que lo tengo, quiero tenerlo, y me gusta pensar que está cerca de Sicilia, más cerca de África aún, en Lampedusa.

La primera vez que me topé con Lampedusa fue en una novela de Rafael Argullol repleta de imágenes recargadas de matices y de frases adjetivadas con un estilo un tanto barroco, en la que el señor Leonardo Carracci se encuentra con el narrador de la historia en un barco en Puerto Empedocle, y le relata su estancia y su vivencia en la isla repleta de pasión por la belleza en el que la grandeza y la decadencia se entrelazan inexorablemente.

Desde esos días juveniles –creo recordar que leí la novela, publicada en los ochenta, en los pocos días transcurridos entre los exámenes finales de Bioquímica y Legislación Farmacéutica; la leí en las horas que debería haber utilizado para intentar grabar en la memoria, al menos hasta el día del examen, leyes y decretos, lo que carecía para mí del más mínimo interés– el germen de ese lugar mítico, ese trozo de desierto calcáreo en el Mediterráneo –ahora famoso por ser una de las puertas de entrada al espacio Schengen, la Itaca moderna para miles de inmigrantes del Magreb– ha ido floreciendo en mi imaginación como una flor de cactus.

Lo cierto es que Lampedusa es una isla mayor del archipiélago de las Pelagias. Un nombre, Pelagia, que oí por primera vez cuando Julia –la tata de las tortillitas de jamón (ver Planeando «Recetas» en El Farmacéutico n.º 375)– me contaba sus historias de Quintanarrubias de Abajo, el pueblo de Soria en el que nació y que aún visita, a sus 93 años, cada mes de agosto. Uno de los momentos de su relato que yo esperaba con más interés era el capítulo en el que describía a sus vecinos: Serapio y Pelagia. Entonces, ella esperaba que yo le preguntara con extrañeza por esos nombres tan raros y ella me los repetía entre risas. En esos días de mi niñez yo no sabía nada ni del archipiélago italiano ni de la santa de Antioquia, ni del mártir de las Cruzadas canonizado por Benedicto XIV en 1743.

Faltaban algunos años aún para que me interesara el cine monumental de Luchino Visconti y para que me escapara alguna tarde de las que hacía novillos a alguna sala para conmoverme viendo como el tinte cae lentamente por la frente de Dirck Bogarde en Muerte en Venecia, o sorprenderme con la recreación que hace Helmut Berger de la actuación cargada de erotismo de Marlene Dietrich en Der Blaue Engel, en La Caída de los dioses. Después de este bautizo neorrealista, me interesó revisar la filmografía del director italiano, y pronto me encontré con la versión cinematográfica de la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, príncipe de Lampedusa y Duque de Palma di Montechiaro: Il Gattopardo.

La novela del hijo de los príncipes sicilianos Giulo Maria Tomasi di Lampedusa y Beatrice Mastrogiovanni Tasca di Cutó, cuenta la historia de Don Fabrizio en los años de la llegada de Garibaldi a Sicilia y cómo observa, desde su residencia estival del castillo de Donnafugata, con esa mirada displicente de la vieja aristocracia, la de siempre, el final de las reglas que han servido para mover el mundo al ritmo que más le interesa. Una mirada triste hacia un paisaje decadente, pero que no está exenta de una cierta soberbia, la que tienen los que lo han tenido todo.

«Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie».

«¿Y ahora qué sucederá? ¡Bah! Tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos, y, después, todo será igual pese a que todo habrá cambiado».

«...una de esas batallas que se libran para que todo siga como está»

Lampedusa, otra vez se cruza en mi camino. Los sueños de paraísos en los que el tiempo no cuenta se encuentran y se enfrentan con la dura realidad del paso del tiempo. No podré pasear siempre cerca del mar en Lampedusa, con los pies descalzos, ni voy a poder engañar al tiempo con juegos malabares para evitar que se olvide de mí. Las cosas van a cambiar y la vida no me dejará ser un mero espectador porque en la vida nunca te ahorras nada, siempre te exige.

Este verano intentaré ir a Sicilia, conocer la isla, olerla. Iré de vacaciones. Caminaré por Puerto Empédocle y seguramente voy a embarcarme hasta Lampedusa, pero volveré. No existen los paraísos más allá de los que somos capaces de construir nosotros mismos y aquí hay muchas cosas que cambiar.