A medida que van transcurriendo los días, y que poco a poco se va llenando la mochila de los años vividos, la forma en que vemos las cosas va cambiando –generalmente; no quisiera pontificar– y, especialmente, también va cambiando la percepción del pasado. He detectado –aunque no quisiera generalizar una sensación que puede ser estrictamente particular– una acentuación de la benevolencia en el juicio de los tiempos pasados. No sé si se trata de un incremento de la nostalgia causada por la felicidad acumulada o por la intensidad del temor que poco a poco va apoderándose de uno, cuando empieza a darse cuenta que el camino recorrido ya es más largo que el que es capaz de vislumbrar y parece más rentable contar lo acumulado que ilusionarse por lo que aún puedes llegar a ganar.

Añoro los veranos aquellos en los que era posible una desconexión absoluta de lo que nos empeñamos en denominar vida cotidiana, normal o, incluso, seria. Esos veranos que llevaban adherido un sello para franquear sus largos días al rincón más alejado del olvido. Allí, en ese recóndito escondrijo donde nadie podía inmiscuirse en tus sueños, la mochila del tiempo pasado se llenaba de horas sin peso. Muchas cosas han cambiado. Vivimos en un mundo en el que el verano ya no sirve como antídoto de las noticias, ni de vacuna contra el Twitter. Acepto que es posible, haciendo acopio de fuerza de voluntad, edificar un caparazón protector de la vida ¿cotidiana, normal, seria?, pero, antes –¡Ah, otra vez la nostalgia de los tiempos mejores!– la magia del propio verano ya nos servía de refugio. Solo necesitábamos zambullirnos en el mar para ensordecer todo el ruido de ese mundo. Ese, el normal.
Confieso que añoro esos años, pero vivimos un tiempo en el que, los que tenemos el privilegio de poder disfrutar del verano, no podemos desconectarnos absolutamente del peso que la crisis está descargando sobre la sociedad, un peso que los más débiles sufren con más crudeza. Para muchos, la vida cotidiana, estos días de verano han continuado siendo como los del invierno más crudo. Fríos y oscuros.
Los farmacéuticos podemos refugiarnos en el recuerdo de esos tiempos que siempre parecen mejores, pero lo único cierto es que no van a volver y, aunque no podemos renunciar a luchar por mejorar nuestra situación, cada día más afectada por la crisis, no deberíamos olvidar la responsabilidad que tenemos como profesionales sanitarios. De nosotros, de nuestro trabajo y de nuestro esfuerzo, también depende que el país pueda recuperar unos veranos más felices.
¡Feliz vuelta a la cotidianeidad!

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