Se recuerdan los versos de Machado cada vez que el monte se quema en cualquier región de nuestro país: «El hombre de estos campos que incendia los pinares...», «Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta...». Con la noticia de las cuatro muertes y casi cincuenta mil hectáreas quemadas en Galicia en el pasado otoño, por esos páramos cruzaba errante la sombra de Caín.
Escribía Antonio Machado en su poema Por tierras de España: «Abunda el hombre malo del campo y la aldea, capaz de insanos vicios y crímenes bestiales, con los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza, llorando por lo que el vecino alcanza».
Incendios, litigios por una cuestión de lindes, crímenes... Los crímenes rurales son más terribles que los urbanos porque se cometen en pueblos o aldeas con pocos habitantes que se conocen de siempre; se han establecido lazos de amistad o casi de familia, y aun así puede existir un odio exacerbado entre ellos, una violencia larvada que al primer contratiempo salta. Son crímenes cainitas, bárbaros en los límites de lo zoológico. En una ciudad, pocas veces el autor del delito ha tenido relación previa con su víctima.
Se cometen en un momento de cólera, por venganza, por falta de sentido moral, por la incomunicación. Los agresores no tienen un control adecuado sobre sus emociones porque el impulso bárbaro y primitivo no encuentra freno en ningún orden de consideraciones. Crímenes comunes en apariencia que realmente son ajustes de cuentas, casos de «deuda de sangre» donde el arrepentimiento y la rectificación no tienen cabida.
Son crímenes que originan conmoción social. Los habitantes de esos pueblos quieren olvidar y que les olviden, que no les cuelguen la etiqueta: el crimen de Puerto Hurraco, el crimen de Cuenca, el de Berzocana, el de Los Galindos, Don Benito, Fago.
Cesare Lombroso defendía la idea de que así como existen Tribunales de lo Civil y Tribunales de lo Penal, deberían existir Tribunales de lo rural y que fueran eximentes esas reacciones en cortocircuito, esos arrebatos. Juzgarlos de manera distinta a como se juzgan los crímenes urbanos. De manera más benévola. Pero eran ideas de Lombroso, ya en desuso, que también juzgaba por las apariencias y, si un sospechoso tenía orejas grandes, brazos más largos de lo habitual, frente hundida, tendencia a la bebida y al tabaco, ya no había duda: era el asesino.
También es verdad que existen muchos pueblos y aldeas en España y, por suerte, pocos crímenes. Sólo que son tan sonados, tan mediáticos, que parece que nos estamos matando continuamente. A veces la paz de los campos se alteraba con el sonido de unos disparos que destrozaban la calma de un pueblo ya para siempre.
La literatura de cordel o romances de ciego contribuía a que nadie olvidara un crimen casi desconocido, paseándolo de pueblo en pueblo durante décadas; la fascinación por las crónicas de sangre de años ya lejanos hacía el resto. Las familias pasaban de generación en generación sus conocimientos de sucesos y supersticiones.
Hoy en día, los «crímenes bestiales» de Machado, o los «crímenes vulgares» como los definía Emilia Pardo Bazán, ya no son exclusivos del medio rural y sus campos yermos. Se han trasladado a la ciudad y la barbarie parece tener un barniz más refinado, pero son iguales aunque aparezcan mezclados con los delitos de evasión de capitales, de estafas. Siempre destacará la noticia que nos convence, por ejemplo, de que el hombre del saco ya no es un extraño. La sombra de Caín es alargada.