Hasta ese momento había leído muchos ensayos clínicos sobre la eficacia de los antipsicóticos. En los mejores de aquellos estudios (de mayor calidad) se definía recuperación como un resultado en el que el individuo se reinsertaba en la sociedad, lo que solía traducirse en elementos como encontrar un trabajo remunerado. Imagínense ese resultado en el contexto España, a partir del año 2008, donde el 50% de los ciudadanos menores de 30 años no tienen trabajo remunerado. Los diagnósticos de esquizofrenia debutan en ese rango de edad (18-30 años). Por lo tanto, el objetivo de recuperación, tal como se define desde las instituciones con fines de investigación-comercialización de medicamentos (industria farmacéutica), que luego aplica el sistema sanitario, es un objetivo bastante difícil de alcanzar para la ciudadanía joven española, independientemente de que se tenga un diagnóstico de esquizofrenia o no.
Pero hay más implicaciones. Por ejemplo, si decimos que la recuperación es un fin, un resultado, y luego definimos sus umbrales, habrá mucha gente que no los alcance y a los que etiquetemos como fracasos terapéuticos, es decir, como enfermos crónicos. Y al resto de la ciudadanía sin diagnósticos de enfermedad mental, como personas en riesgo de exclusión social (lo cual aumenta la probabilidad de acabar con un diagnóstico psiquiátrico). Es decir, este modelo conceptual refuerza y expande la enfermedad mental.
Es un modelo teórico en que la salud es algo que se tiene o no se tiene. Y no tenemos ninguna capacidad de control (porque no nos permiten participar en su definición) sobre los criterios y umbrales diagnósticos, es decir, sobre la línea divisoria que separa lo enfermo de lo sano.
Sin embargo, si nos olvidamos de líneas divisorias y planteamientos dicotómicos, y preguntamos a la gente qué siente, qué percibe en cuanto a su salud, entonces tenemos que un indio (de la India) de 60 años con los dientes comidos de caries, y con dolor crónico lumbar, puede tener la clara percepción de que goza de salud, porque trabaja tres horas al día, participa de su comunidad, juega por las tardes con sus amigos, tiene una satisfactoria vida sexual, lleva una alimentación envidiable con productos del huerto de su vecino y medita al amanecer. También tenemos un norteamericano de 60 años con dientes impolutos y un índice de masa corporal superior a 30, que se alimenta en el McDonals y toma una estatina para prevenir un evento cardiovascular porque su médico le ha dicho que es la primera causa de muerte en los Estados Unidos, toma pasiflora para dormir porque se queda hasta la madrugada viendo la tele y sufre de estrés en una jornada laboral de 10 horas al día, 6/7 días a la semana y cuando le preguntan, dicen que su salud es pésima, y que de hecho su médico considera que debería tomar un antidepresivo.
En el artículo que leí, que captó mi atención y que me indujo a reflexionar sobre este tema, exploran, en una cohorte de personas diagnosticadas de esquizofrenia, qué significado otorgan estas personas al concepto de recuperación de la salud, es decir, qué interpretación hacen de lo que experimentan como recuperación, y les ponen el micrófono, y les dan voz. No dejo de asombrarme de lo sencillo del método (preguntarle a la gente sobre sus percepciones, significados, emociones) en lugar de callarles, y darles una definición de lo que entendemos es o debería ser estar recuperado.
En aquel estudio, estas personas dijeron lo siguiente:
Primero: que la recuperación no la entendían como un resultado, sino como un proceso que sigue a un periodo de extraordinario sufrimiento, y que se caracteriza por ser un proceso de mejoría lenta, incremental, pero definitivamente discernible a nivel subjetivo. En contraste con el discurso preponderante de un triunfo exitoso sobre la adversidad, la experiencia subjetiva de los participantes en el estudio hablaba de la recuperación como algo gradual e incremental, que tenía lugar en las diversas facetas del día a día, teniendo lugar por tanto en el seno de la cotidianidad. Es decir, lo que llama la atención del proceso de recuperación que experimentaban estas personas es su carácter de ritual diario y constante de recuperación que se desarrollaba en actos cotidianos como levantarse de la cama, hacerse el desayuno, quedar con amigos, el cuidado de uno mismo y de las relaciones interpersonales, o el distraerse de las voces que en ocasiones escuchaban. Es a través de estos actos cotidianos del día a día, a través de estas pequeñas pero acumulativas e incrementales ceremonias que la persona se convertía en el agente de su propio proceso transformador.
Se trata de un concepto de recuperación que pone precisamente el énfasis en el control personal y en la relación de la persona consigo misma y con los demás como ejes centrales de su proceso evolutivo. Lejos de esto, el discurso biologicista que actualmente reina en las consultas, universidades, hospitales y escuelas, limita la capacidad intrínseca del concepto «terapéutico», ya que la persona queda reducida a un mero desequilibrio neurobioquímico que sólo se puede restaurar tomando unas pastillas, y que sólo podrá dejar de tomarlas cuando se recupere. Y que la recuperación es un fin (medalla, dávida, etiqueta) cuya definición les es dada para que se la traguen junto con las pastillas, con un vasito de agua tibia, diariamente, y mejor en ayunas.
Les invito por tanto a reflexionar en torno a lo que entendemos por recuperación, y todos podemos hacerlo en nuestras carnes, porque es un proceso similar al de construcción de salud, algo del día a día, para el que no hace falta tener ningún diagnóstico, que tiene que ver con cómo elegimos relacionarnos con nosotros mismos y con el mundo, cómo decidimos comer, consumir, qué espacios públicos y privados usamos y cuáles abandonamos, y, sobre todo, si nos responsabilizamos nosotros mismos de él o lo relegamos.
1Jenkins, J., & Carpenter-Song, E. (2005). The New Paradigm of Recovery from Schizophrenia: Cultural condrums of improvement without care. Culture, Medicine and Psychiatry(29), 379-413.